
Su voz connota una sinceridad que pocos artistas jóvenes se animan a mostrar. Lo que comenzó como grabaciones improvisadas terminó convirtiéndose en una carrera fulminante.
Nacido en 1997 en Strafford, un pequeño pueblo rural del estado de Vermont, creció rodeado de montañas, inviernos largos y una vida tranquila que alimentó su sensibilidad artística desde chico.
Durante años, su mundo fue un pequeño pueblo rodeado de montañas, donde los inviernos se extendían tanto como las dudas que tenía sobre su futuro. No había grandes estudios, ni managers, ni giras.
Solo un cobertizo de madera que funcionaba como refugio creativo y una guitarra que usaba para ordenar lo que sentía. Allí, a solas, grababa canciones que le parecían demasiado íntimas para mostrarlas, pero al mismo tiempo demasiado sinceras para esconderlas.
Un día, casi por impulso, decidió subir un video cantando uno de sus temas. Lo grabó sin luces, sin micrófonos caros, sin producción: apenas una cámara fija y su voz temblando entre las paredes de ese cobertizo. No esperaba nada. Pero el algoritmo, esa caja de resonancia imprevisible, hizo lo suyo.
Una selfie, como uno más. Foto: InstagramLas reproducciones comenzaron a multiplicarse, luego los comentarios, después los seguidores. Y, en cuestión de días, miles de personas en distintas partes del mundo estaban compartiendo ese fragmento crudo de su intimidad musical.
Mientras la viralización crecía, él seguía viviendo su vida normal: trabajando, componiendo y navegando la sensación de que, por primera vez, alguien realmente lo estaba escuchando. Lo que no sabía era que, detrás de las pantallas, varios cazatalentos ya habían tomado nota. Su voz, su estética y su honestidad narrativa tenían algo distinto, algo que la industria no podía pasar por alto.
El ascenso del trovador moderno que redefinió el folk-pop norteamericano
Ahí comenzó la parte más vertiginosa. Las próximas 24 horas cambiarían su vida para siempre. Una disquera importante le envió un mensaje. Después otro. Luego una llamada. Para alguien que había pasado años creyendo que el mundo no tenía demasiado que decirle, la velocidad de ese interés resultaba desconcertante.
Sin embargo, también confirmaba algo que su música insinuaba desde la primera escucha: tenía una sensibilidad singular y una capacidad para narrar emociones complejas con una simpleza demoledora.
Su estilo mezclaba folk contemporáneo, melodías pegadizas y letras que hablaban de salud mental, miedo, expectativas y pertenencia. Nada de artificios. Nada de épicas vacías. Solo historias cantadas con la transparencia de quien nunca esperó llegar lejos. Esa autenticidad se volvió su sello.
Los primeros EP consolidaron su identidad. Las canciones eran confesionales, atmosféricas y profundamente emocionales. Sus videos caseros seguían acumulando millones de vistas, y cada presentación en vivo sumaba más seguidores que se reconocían en sus relatos. Había logrado lo que muchos artistas intentan durante años: construir una comunidad real, no por marketing, sino por resonancia emocional.
Uno de los mayores exponentes del folk estadounidense. Foto: APCuando finalmente lanzó su álbum más personal, la crítica y el público coincidieron: no se trataba solo de un cantante emergente, sino de una voz capaz de capturar un espíritu generacional marcado por la ansiedad, el deseo de escapar y la búsqueda de un hogar, incluso cuando ese hogar está dentro de uno mismo.
Ese chico del cobertizo, que nunca imaginó que una canción grabada en su rincón de Vermont podría llevarlo tan lejos, tiene hoy un lugar central en la escena folk-pop global. Su nombre es Noah Kahan.
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