Qué esperar de Jurassic Park: Renace, la última entrega de la saga

El déficit de la imaginación del cine industrial es un dato empírico. En enero, tocó una de superhéroes, también en marzo, pero de otra casa matriz; el mismo patrón se repitió en otoño. Ya pasó Misión imposible, pronto invaden Los cuatro fantásticos y Superman.

Jurassic World: Renace es un homenaje a la saga de Steven Spielberg a 30 años de su debut en cines

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La Voz en Vivo. Jurassic World: Renace es un homenaje a la saga de Steven Spielberg a 30 años de su debut en cines

El calendario cinematográfico es más previsible que el denuesto en el espacio público y la conducta de los perros. Pero la previsibilidad no fastidia necesariamente, porque puede resultar una zona de confort, más allá de que el reverso de tal satisfacción moderada pueda ser el tedio.

Quienes están detrás del nuevo lanzamiento de Jurassic Park: Renace lo saben: en el mundo en que tiene lugar esta nueva aventura darwinista, a nuestra especie ya no le interesa ir al zoológico a contemplar dinosaurios.

El paleontólogo de turno con un tímido encono dice que las visitas al museo ya no pasan los 20 espectadores.

Tal declaración al inicio del relato no es inocente. La autoconciencia es palpable, y el reconocimiento del peligro puede leerse como una declaración de intenciones.

Pues ¿aburre o no la nueva de los dinosaurios? Como enseñó el cineasta argentino Rafael Filippelli a muchos de sus alumnos y discípulos, el aburrimiento no es una categoría estética. Pero, entonces, ¿qué pasa con Jurassic Park: Renace?

Para quien nunca vio una película de la saga, la séptima que se estrena encenderá en algún pasaje el sentimiento de asombro. Cuando los aventureros de turno llegan a una isla perdida, los tiranosaurios ocupan la pantalla y la felicidad perceptiva es inevitable.

Es fascinante experimentar la quimera de poder mirar a tales criaturas del Cretácico; están ahí, muy cerca, y se mueven. Gareth Edwards es un buen ilusionista digital; basta recordar que en su haber despertó a Godzilla y en aquella ocasión la bestia anfibia se lució entre tantos monstruos que ostentan singularidad y apenas son un remedo de pretéritas entidades temibles. En la película de Edwards, el asombro es intermitente.

Algo similar sucede con la aparición de un representante de los quetzalcoatlus. Es otro momento de esplendor visual.

Su ingreso al relato no suma hermosura sino temor, pero es uno de los pocos pasajes en los que el movimiento del animal transmite naturalidad, que suele ser el punto débil (aún) de las proezas digitales capaces de prodigar una imagen a diversas especies que no son otra cosa que puros ceros y unos de información.

En esto, el otro protagonista gigante que se mueve en el océano, el mosasaurus, partícipe del primer acto, ha sido fraguado sin esmero. Es un tiburón tan inmenso como intrascendente.

Los tres colosos del mar, la tierra y el aire tienen corazones en proporción a la longitud de sus cuerpos, órganos ideales para mejorar una medicina capaz de atenuar las enfermedades coronarias, por lo cual una empresa farmacéutica envía a una suerte de pandilla a visitar esta isla prohibida en la que los dinosaurios revividos décadas atrás sobreviven y se reproducen sin contacto con los continentes de la Tierra. La misión: extraer el ADN de las bestias.

El objetivo: volver al mundo, tarea ardua y peligrosa, para hacerse de millones de dólares. O tal vez no: puede ser suficiente mejorar la vida humana. Por cierto: el equipo no llega solo; una familia rescatada en altamar se suma a la carrera de obstáculos que propone la trama.

Cuando en 1993 Steven Spielberg se apropió de la imaginación literaria de Michael Crichton, inventó una nueva pasión por cientos de especies que poblaron la Tierra en períodos remotos. Antes había transformado a tiburones y extraterrestres en entes de terror y ternura.

La habilidad del cineasta para remodelar géneros heterogéneos es reconocible. Pero si no está detrás de cámara, si no está al comando directo de sus hallazgos, la reiteración rara vez origina un crecimiento cualitativo.

Repetirse sin dar con una diferencia es el destino aciago de las películas que no aceptan su capitulación y regresan con los mismos personajes u otros muy parecidos, insisten con situaciones similares, reanudan modelos narrativos y efectos especiales y no se lanzan a territorios desconocidos.

De seguir así, es probable que Charly García tenga razón: los dinosaurios van a desaparecer.

Jurassic World: Rebirth, Estados Unidos, 2025. Dirección: Gareth Edwards. Guion: David Koepp. Duración: 134 minutos. Intérpretes: Scarlett Johanson, Mahershala Ali, Jonathan Bailey, Rupert Friend, Manuel García-Rulfo, Luna Blaise, David Iacono. Estreno exclusivo en salas.

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fuente: LAVOZ

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