Pinceladas literarias: Relicario

El relicario

El Vasco no me dio hijos, no le gustaba tocarme. Nos habíamos casado en el barco que nos trajo de España. Su hermano, cura recién ordenado, ofició la ceremonia. Fue lo último que hizo con sotana. Se enamoró de una gitana que viajaba de polizonte y al llegar al puerto de Buenos Aires la hizo pasar como su mujer. El Vasco lo quiso convencer de que la dejara a su suerte. Los dos meses arriba del barco habían hecho flaquear al cura. Ya no sabía, tampoco yo, si rezaba por costumbre o si realmente creía que Dios nos podía oír en medio del gentío y la soledad del puerto, lejos de la Patria vasca.

El hermano del Vasco tomó del brazo a la gitana y los dos hicieron fila detrás de mí. Nos llevaron como vacas al matadero para el Hotel de los Inmigrantes. Un hombre del gobierno, petizo, regordete y con los mofletes hinchados por el calor, llegó con un panfleto, lo desplegó y leyó los nombres de las personas a las que les iban a dar algunas tierras para que las trabajasen. Al Vasco le brillaron los ojos cuando escuchó que lo nombraban.

Al hermano cura le asignaron la capilla del Fortín Sol de Mayo, cerca de Arroyo Seco al sur de Buenos Aires. Pidió permiso para llevar a su criada, así nombró a la gitana, para que lo ayudase con limpieza de los santos y la preparación de las misas. El hombre del gobierno levantó la vista por encima de los anteojos para mirar a la gitana que el hermano del Vasco había cubierto con un sobretodo suyo medio deshilachado. Si hubiera bajado los ojos redondos desorbitados habría visto la pollera floreada que sobresalía del dobladillo del saco. El hombre del gobierno asintió y le dio la espalda para seguir con la lectura de la papeleta. Le pidió al Vasco que firmase. Como él no sabía leer ni escribir estampé mi nombre al lado de la cruz que había marcado debajo de un escrito que firmaba el coronel Benito Machado.

Dos días después salimos para Arroyo Seco en carreta. En la puerta del Hotel el cura le apretó la mano a su hermano y yo abracé a la gitana. No volví a verlos.Unos días después de haber llegado a Arroyo Seco, el Vasco se compró un carro y unas chucherías que vendía de campo en campo con los pocos reales que trajo. Llegó hasta Sol de Mayo y preguntó por su hermano.

El coronel mandó a decir que nos traía un curita para que nos diera misa. Lo esperamos, pero no llegó nunca — dijeron los fortineros. El Vasco no preguntó más por su hermano. El Vasco había mentido en su declaración antes de subir al barco. Me hizo escribir que era campesino, pero no sabía ni agarrar la asada; la llegada de los turcos lo obligó a dejar las ventas ambulantes. Ellos eran bichos para el trueque y tenían mejores precios. Nunca volvió a Sol de Mayo. Vivíamos en un rancho que había quedado abandonado después de un malón. El Vasco se había hecho amigo de algunos fortineros que lo ayudaron a hacer cumplir la papeleta que le había dado el hombre del gobierno.

Por orden del comandante Machado le dieron un terreno para que levantara una pulpería. La construyó pasando el foso del Fortín, a orillas del arroyo Claromecó. Los fortineros se aseguraban las provisiones y el Vasco agarraba la clientela de los campos de alrededor. Hizo la pulpería de adobe. Lo ayudaron dos indios muertos de hambre que habían quedado heridos cerca del Fortín después de un malón. Desparramó unos troncos de eucaliptus alrededor de mesas hechas con tablas y separó con un tablón la cocina de la clientela. En el fondo de la pulpería levantó un descanso, una pieza de placer, un hueco de barro y paja. Llevó un catre maltrecho que armó con cueros de vaca y troncos, una escupidera y una torta de eucalipto para apoyar lo que necesitaran.

El Vasco me prohibió entrar ahí y me pidió que dejara pasar a las cuarteleras que traían del Fortín Machado. Mientras ellas hacían su trabajo yo atendía a los parroquianos. El Vasco me había puesto a preparar pucheros, guisos carreros y sopas. A la pulpería llegaban los que andaban de paso, los fortineros, los estancieros, sus peones. El vasco anotaba todo lo que vendía, primero con palitos y cuando le enseñé a escribir, usó los números. Lo único que lo contentaba era el día de paga. El boliche se llenaba de peonada, había guitarreada, grapa y caña. El carro del Fortín llegaba cargado de cuarteleras bien peinadas, con las bocas pintadas de rojo y collares que se ajustaban a sus cogotes flacos y renegridos.El Vasco no me dio hijos, no le gustaba tocarme. La noche de bodas me dijo que se mareaba por el movimiento del barco; después que los caminos de la Pampa eran peligrosos y que el miedo le sacaba las ganas; se quejaba del olor a guiso de mis pelos, de las caderas que se me ensanchaba. Algunas noches de cobro se pasaba de grapa y me mandaba a dormir sin juntar las ollas. A mí no me daban ganas de acostarme, me gustaba mirar la luna escondida entre las acacias.

Una noche que todavía andaba a las vueltas y las cuarteleras tenían para un rato más, espié al Vasco por los agujeros en las paredes de barro que daban a la cocina. Entró a los tumbos y se llevó un botellón de aguardiente y salió para el fondo de la pulpería. Los fortineros estaban desparramados arriba de los tablones y no se preocuparon por mí cuando pasé entre ellos. El Vasco entró en la pieza prohibida y atrás suyo: dos cuarteleras de pechos redondos y ancas bien rellenas. La encina no dará manzanas, pensé y me volví para mi pieza. El Vasco no me dio hijos, no le gustaba tocarme. El Vasco había negociado con varios caciques mientras anduvo vendiendo chucherías de campo en campo. También les había preguntado por el hermano cura y la gitana. Tampoco supo por ellos si un malón se lo había tragado o andába escondiéndose por sus pecados.

Los caciques más amigables le mandaban cada tanto a una delegación de indios para pedirle aguardiente, tabaco y unas vacas para matar el hambre. Calfucurá, el más bravo, no tenía precio. La peonada de la Estancia Libertad le había contado que habían visto la polvareda del malón cerca del arroyo Cristiano Muerto y que no iba a tardar en llegar hasta la pulpería. El Vasco se les rio en la cara y les dijo que tenía separados en el corral cinco vacas y dos caballos para entregarles.Vienen por todo, vasco.¡Joder! ¡Cada uno sopla a su propio fuego! Muertos de hambre. Si quieren vacas que se lleven las del corral.El Vasco me había mandado a juntar leña antes de que la tormenta descargara el aguacero. La polvareda y los aullidos me alertaron. Me escondí entre los pajonales hasta que se vino la noche. La oscuridad me ayudó a llegar a la pulpería sin que nadie me viera. La sangre mezclada con la tierra desprendía un olor repugnante. Los infieles de Calfucurá degollaron al Vasco y se robaron los animales del corral y saquearon la pulpería.El Vasco no me dio hijos, no le gustaba tocarme. Muerto el Vasco me encargué de la cocina, de la clientela, de barrer cuando el viento sur arremetía contra el rancho y de vender lo que traían los estancieros para negociar. Las cuarteleras quisieron seguir con su trabajo en la pieza del fondo. Arreglamos por un buen pago y por un plato de sopa antes de que volvieran a sus pagos. Eso sí, les encargué que barran la pieza y sacudieran el cuero porque yo para el fondo no iba ni muerta.

Al Vasco lo iba a respetar no fuera cosa que me quisiera venir a buscar del más allá. Lo que es el destino, pienso. Ya lo estoy por encontrar. Los primeros meses después de enviudar sobreviví cobrando a los deudores del finado. El Vasco había anotado en la libreta que don Simón Castilla debía 530 pesos y 6 cuartillos reales; Antonio de la Vega, diez carretadas de leña a 25 reales cada una y otros pagos por vencer. Como Castilla no pudo pagar su deuda me quedé con su peón y con una cuartelera que no quiso volver al Fortín.

Los estancieros traían sus cueros y los cambiaban por aguardiente, tabaco, por yerba. Los días en que las cuarteleras hacían su trabajo en la pieza me dejaban unas monedas más a cambio de una de visita a la pieza del fondo de la pulpería. El peón barría la pieza del fondo y me ayudaba a sacar a los empujones a los clientes mamados. Después se acollaraba con la cuartelera en un rancho que se hizo al lado de los corrales y yo me quedaba haciendo las cuentas.

Del Camino de las Postas llegaban noticias de que la milicia había corrido a los bárbaros para el lado de las Salinas Grandes. Pero, por las dudas, nos turnábamos con mi peón para hacer guardia. Hace unos meses el juez de Suárez, don Rodrigo Torres Alva, llegó en un zaino brilloso y de buena parada. La luz del farol de la pulpería alumbró los surcos de su cara e iluminó su bigote gris. El juez no se juntaba con la clientela, tampoco pasaba para la pieza del fondo. Se apoyaba en la tabla, me pedía el puchero y su grapa preferida. La saboreaba despacio y cuando estaba medio entonado empezaba la conversación.

Todos los domingos el juez llegaba con algún regalo: hebillas de plata, un par de zarcillos de oro con perlas finas y un relicario que le habían traído de Sevilla. Una noche me invitó a quedarme con él al lado del fuego. Cuando terminé de ordenar los cacharros y de hacer las cuentas, me arrimé. Ya no quedaban parroquianos. Se paró, me levantó y puso su mano huesuda y arrugada sobre el relicario que me colgaba del pescuezo y caía sobre mi camisa tiznada. Con la otra mano me rodeó el cuello. Refregó su bigote gris contra mi boca mientras metía sus manos debajo de mi pollera. Fue la primera vez que entré a la pieza prohibida. Sentí una cosquilla ladina entre las piernas, no tenía curiosidad, tenía ganas. Me desvistió despacio, me bajó los breteles del corpiño y recorrió con su boca cada pliegue de mi cuerpo. Me tiró en el único catre que había en ese agujero y me hizo suya con ganas, como nunca lo había hecho el Vasco.

El Vasco no me dio hijos, no le gustaba tocarme.Cada vez que el juez venía a la pulpería cenaba acodado al mostrador y cuando todos se iban se prendía a mí como ternero a la teta. El catre nos aguantaba bien, aunque yo estaba cada vez más ancha. La madrugada nos encontraba sacudiendo los cuerpos en un baile furioso. Encima suyo, sólo con el relicario puesto, me movía como el agua del arroyo cuando lo arrulla el viento. Él me lo apretaba contra el pecho mientras me besaba. Me había hecho prometerle que siempre tendría su foto guardada en la parte de adentro. Me dejaba acariciar los calzones bien lavados y cosidos por manos de mujer. Una vez que hacía lo suyo, se vestía, me dejaba un beso en la frente y se despedía.

El juez esperaba paciente a que la pulpería se vaciara, le daba unos patacones a mi peón y se pasaba para el lado de la cocina ni bien se iba para su rancho con la cuartelera. Me besaba el cuello mientras terminaba de apagar el fogón y repasar con un trapo tiznado las ollas de hierro. Le gustaba sentarme en sus rodillas y acariciarme con la punta de su dedo la cara, las orejas, los hombros y meter la mano huesuda por adentro de la camisa. Jugaba con el relicario; lo apretaba con los labios, y me lo ponía en la boca. Frotaba las palmas en mi panza y la besaba. Pensé que sabía lo del niño, pero nunca me dijo nada.

El Vasco no me dio hijos, no le gustaba tocarme.Esta mañana llegó más temprano que de costumbre. Pidió puchero, pero no me miró ni me rozó la mano como hacía siempre. Bajó la vista, me esquivó y no dijo una palabra. Yo esperaba el momento para darle la noticia por si no lo había notado. Cuando todos se fueron pasó para la cocina y me pidió que fuéramos para la pieza prohibida. Me habló de frente, quería que le devolviera las joyas que me había regalado, eran de su doña y ella las andaba reclamando. Le dije que no las tenía que, salvo el relicario, las había negociado por mercadería y con los fortineros, para que le tuvieran protegida la pulpería. ¡Cómo se te ocurre, gallega mal agradecida!Los ojos se le llenaron de fuego, apretó los labios, me levantó la mano y cuando me cubrí con los brazos, le pegó una patada al catre, revoleó un banco de paja contra la pared de barro y agarró su alforja. Se acomodó la capa que lo protegía del viento, fue hasta el palenque, desató al zaino y antes de montar me dijo que no volvería nunca más.

Le pedí que no dejase al niño guacho, le mostré como prueba de amor que tenía el relicario. Él pasó una pierna por encima de las ancas del zaino y con la otra me empujó. Le grité que nada de lo que me había dado valía y que, si no iba a volver, pagase sus deudas. ¡Bájese, verriondo! Si no va a volver pague todos los domingos que usó la pieza prohibida, la grapa, el tabaco.El juez espuelea y yo me cuelgo de su apero. Él saca el pie del estribo y mete la mano alforja. Empuña el facón, me agarra de los pelos y me lo muestra. Lo tironeó y rodamos por el yuyal para el lado de los corrales. Él estira la mano y me arranca el relicario. Me monto y con los puños le doy en la cara con todas mis fuerzas. Lo escupo con asco. Me voltea y volvemos a rodar hasta los cardales. Forcejeamos. El filo del facón me atraviesa las tripas. Empuja con su pecho la empuñadura. La sangre cae sobre mi pollera. Sostengo la mirada. Escupo lo que brota de mis entrañas y le enchastro el chaleco de los domingos. Se asquea al ver los coágulos que caen por las correderas de su rastra. Su camisa blanca se vuelve carmesí. No me sale ningún rezo. El polvo me tapa la cara.

fuente: VIAPAIS

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