
Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un nuevo cuento de su autoría.
La comba perfecta
Los defensores soportaron la embestida. El Flaco pidió la pelota. Corrió sin soltarla por el área grande y se tiró hacia la banda izquierda. La sombra detrás suyo delató al central que lo venía persiguiendo. Miró por encima del hombro y pensó en tirársela al mediocentro defensivo de su equipo que levantaba la mano. Levantó la cabeza y midió la distancia hasta el defensor de su equipo que se había desmarcado. La pisó y le pegó de zurda con envión y potencia. La pelota giró en el aire, golpeó la rama del eucaliptus que colgaba adentro de la línea de juego e hizo una comba que la clavó en el ángulo del arquero rival. El Flaco saltaba abrazado a sus compañeros ajenos a la pelea que ocurría al costado y adentro de la cancha. El árbitro paró el partido y echó del campo de juego a la hinchada del equipo que había recibido el gol. Los organizadores leyeron el reglamento. No encontraron ningún artículo que mencionara qué hacer en un caso como el que había ocurrido.
Los dos equipos finalistas habían llegado a Paraná para el torneo de Veteranos del 2024. Eran sub-60 y algunos jugadores estaban al límite de la categoría. Habían viajado en camionetas o autos particulares, de a dos o tres jugadores por vehículo. Se alojaron en los hoteles céntricos y en hostels. El torneo era la excusa para el encuentro, noches de asado y karaoke y, para algunos, un momento de libertad lejos de casa. Lo único importante por tres días sería levantarse temprano, desayunar bien, llegar a tiempo a la cancha, jugar hasta que la última gota de sudor se secase.
El Flaco y el resto del equipo estaban alojados en un hotel familiar, de dos pisos y con pileta, en la avenida principal de Paraná. En la parte de atrás había un quincho con parrilla que se disputaron con otros dos equipos de La Pampa y de Córdoba. El Carne, coordinador de Acuario el equipo del Flaco, había llevado varias heladeritas repletas de vacío, hamburguesas, chorizo colorado, morcilla de su carnicería. La dueña del hotel le prestó el freezer para que lo guardara. El entrenador se encargó de la bebida, los aderezos, los paquetes de tallarines, la fruta y la verdura. El pan lo compraron fresco.
Del equipo también formaba parte un masajista. El hombre había jugado al fútbol en la primera del Club Echegoyen de San Francisco de Bellocq. Tenía 75 años y se daba mucha mañana con las manos y los ungüentos para aliviar dolores musculares, esguinces y otros traumas propios de los partidos de fútbol entre jugadores que pintan canas. En su valija llevaba jeringas y cajas de diclofenac inyectable que aplicaba con maestría. Ningún futbolista de Acuario dejó de jugar un solo partido a pesar de haberse torcido tobillos, inflamado viejos esguinces o juntado líquido en las articulaciones. El masajista los atendió a todos. Después de cada encuentro ponía dos sillas en el sector del comedor del hotel y les estiraba las piernas sobre los respaldos o los acostaba si tenían dolencias que afectaban espaldas, caderas, cinturas; una vez acomodados, empezaba el tratamiento. Los jugadores soportaban el dolor con estoicismo. Proferían insultos al aire, nunca al masajista, mordían las medias que se habían sacado para ventilar los pies, se agarraban fuerte de los barrotes de las sillas. Todos terminaban el día a media máquina, arrastrando la osamenta por los pasillos del hotel y deseando que llegara la hora de la cena. El coordinador se encargaba de ese momento del día.
Mientras algunos se duchaban después de cada partido- las primeras rondas fueron dos por día- otros buscaban refugio en la pileta que, con el agua helada, mitigaba dolores y calores. La primera noche hicieron una hamburgueseada para festejar el triunfo de los encuentros de ese día. La siguiente noche y con la buena racha de su lado, tallarinada y, la última antes de la final, asado y karaoke. No hubo restricción de fernet, ni de Cinzano o de vino tinto. No hubo restricción de harinas, ni de proteínas. Once jugadores: robustos, la mayoría, delanteros altos, de piernas fibrosas y panza menos prominente; centrales bajos, de espaldas anchas, piernas y brazos engordados y pecho duro; defensores de mediana estatura, más flacos que los demás, de piernas chuecas y cabeceadores. Al arquero le faltaban varios centímetros para llegar al travesaño y, las veces que se tiró, cayó golpeando la tierra con un ruido seco. Le costaba levantarse, pero una vez que estaba arriba, defendía la valla saltando de un lado al otro.
Los dos equipos finalistas: Acuario y Transporte Río Negro S.R.L habían llegado invictos. Si empataban se definiría por penales. Acuario llegó con el mismo puntaje que otro equipo de su zona, pero por reglamento pasaba el que tenía menos tarjetas amarillas o rojas. A ellos los habían amonestado poco. Jugar todos los sábados en canchas duras y referís vendidos, los habían curtido. Podían disimular muy bien las faltas y exagerar las que les hicieran; tirarse al piso para hacer tiempo, convencer a los referís de línea de un fuera de juego contrario o discutir acaloradamente sin decir una sola puteada. Tampoco podían correr a gran velocidad. Por eso usaban la táctica del peloteo, hacer rodar el balón y empujarla para que la agarren los delanteros. Los centrales y volantes se encargaban de meterle pecho a las jugadas y de apurarse a levantar las manos ante la pitada del árbitro como diciendo: ¿A mí? Si yo no hice nada. Se aprovechaban de las canas, se hacían los rengos para despistar al contrario, corrían con dificultad para que los adversarios creyeran que las panzas no los dejaban avanzar rápido.
Llegaron al predio donde se jugaba la final a las 10 de la mañana. Se habían acostado a la una, después de cantar cumbias, folklore, tangos. El Carne había hecho dos vacíos, dos matambres y un costillar; chorizos y morcillas. A las ocho de la noche había empezado a circular el fernet y los tragos que improvisaron con lo que había quedado de los días anteriores. Manís y papas fritas, aceitunas y salamines pasaban de mano en mano sobre las tapas de cajas de cartón. Lo que sobró quedó sobre una de las mesas del patio. El asador llamó a la mesa y repartió los panes. Armaron los choris y dejaron la ensalada y la morcilla en los platos de plástico para comerlos con la carne. Después, fueron a comprar helado. Al final, brindaron con sidra Real y se fueron a dormir para no andar tan cansados al día siguiente. Desayunaron facturas con mate. Para las diez de la mañana el masajista ya había inyectado a los dos jugadores que tenían más comprometidas las articulaciones y les había hecho los últimos masajes reparadores a los que se habían acalambrado en el último partido. Se subieron a las dos camionetas y los tres autos en los que habían viajado y salieron para el predio con sus camisetas sobadas, pero ventiladas.
La hinchada del equipo contrario se había instalado debajo de uno de los dos eucaliptos que bordeaban la línea de la cancha. Pusieron las sillas de playa debajo de las ramas más frondosas, las heladeritas a la sombra y colgaron de las ramas las pancartas con el escudo de su equipo. Con el peso, la rama de uno de los eucaliptos se torció dos metros hacia adentro de la cancha. Colgaron las materas de los respaldos y metieron los paquetes de masitas adentro de los bolsos de playa para alejarlos de las hormigas. Los hombres tenían las camisetas del equipo de Río Negro y las mujeres desplegaron banderas deshilachadas. Los adolescentes entraron con un grabador al hombro a puro cuarteto.
Del lado del equipo de Acuario: el entrenador, el Carne y las mujeres de varios de los jugadores, otros simpatizantes de equipos que ya habían perdido y los suplentes. Después de presentar los documentos y dar el presente con los organizadores, empezaron la entrada en calor. Cada equipo en su mitad de la cancha. Carreras de un cono al otro, salticado, pies a la cola alternando las piernas, saltos a un lado y al otro, pelota a la cabeza, el loco; manos en la cintura, giros, hombros y brazos haciendo círculos en el aire. La arenga final y a jugar o morir. Si alguien se sentía ahogado o cansado tenía que levantar la mano con disimulo para no avivar giles. La terna arbitral llamó a los capitanes que intercambiaron banderines y un apretón de manos. La moneda cayó del lado de Acuario y con la pitada del árbitro movieron la pelota.
Los primeros quince minutos inclinaron la cancha para su lado, pero los defensores, dos roperos rusos con cara de malos, no los dejaron pasar del área chica. Antes de que terminara el primer tiempo hubo un tiro libre a favor de Acuario que ejecutó el Flaco y mandó la pelota a la cabeza del delantero más alto. La pelota se estrelló en el travesaño y siguió su camino hacia las ligustrinas que hacían las veces de límite natural del predio. Los tres silbatos le dieron respiro a los jugadores que no alcanzaron a llegar al borde de la cancha que ya se habían desparramado en el suelo como gelatinas derretidas.
El Carne y el entrenador les alcanzaron energizantes y mandaron al masajista a pasarle sus ungüentos mágicos a los que se quejaban de calambres. La mujer del defensor se ofreció para recargar los bidones con agua mientras otra los abanicaba con las camperas que habían quedado tiradas cerca del campo de juego. El Carne preguntó si alguno quería salir y dos de los centrales levantaron la mano. Anunció los cambios en la mesa de la organización y rearmó al equipo. El entrenador los arengó para que no tuvieran que llegar a los penales. No tenían un arquero muy fiable y encima, en una semana tenía que operarse de cataratas.
El referí pitó y las hinchadas repartieron vítores y puteadas. La pelota rodó de un lado al otro del campo. Dos veces Acuario se salvó por la mala puntería del delantero estrella del equipo de Río Negro. El Carne habló con el entrenador y los dos con el arquero suplente. Se pararon atrás de su arco y le preguntaron al titular si no quería salir, que se estaban salvando porque Dios está en el cielo y que, una llegada más y terminaban en el segundo escalón de la entrega de premios. El arquero los echó con un ademán y les señaló que se le estaban viniendo encima los contrarios. El defensor de Acuario cortó la jugada, la pelota se perdió por el fondo y fue saque de arco. El balón voló hasta mitad de cancha y ahí la agarró el volante central que había entrado en reemplazo del Gordo Peti al que las piernas ya no le respondían. El referí paró el partido. El atacante de Río Negro le tiró el cuerpo encima al Flaco y lo barrió con las dos piernas. Los botines del jugador volaron por el aire, se los habían prestado y le quedaban grandes; uno quedó colgado del alambrado. El Carne buscó entre los bolsos y los bidones otro botín y el Flaco pudo patear el tiro libre. La pelota le cayó al Oso Ramírez que corrió, esquivó a un rival y, con un toque sutil, mandó la redonda a los pies del Flaco que, sin levantar la vista, la llevó hasta que pudo revolearla. Faltaban dos minutos para el final. La pelota salió disparada por la banda izquierda y rozó la rama de un eucaliptus que le dio la comba perfecta para clavarse en la red del arquero rival. Las mujeres de los jugadores se levantaron de las sillas, el Carne tiró la botella de agua que apretujaba entre sus manos; el entrenador se arrodilló y levantó los brazos al cielo. Los del equipo de Río Negro reclamaban la nulidad de la jugada y el Carne obligó a los organizadores a que le leyeran dónde estaba escrito que ese gol no valía.
En la mitad de la cancha el entrevero era grande. Volaban patadas, puñetazos y empujones. Duelo de panzas. El Flaco se había quedado abrazado a los compañeros que quedaron fuera del embrollo y las peleas. Le palmeaban la espalda y lo levantaban en andas. El referí sacó tantas veces la tarjeta roja como pudo y la policía despejó el campo de juego. Miró el reloj y dijo: tiempo cumplido. Con ese gol, Acuario se consagró campeón y el Flaco leyenda. Desde aquel campeonato, elegían las canchas rodeadas de eucaliptos.
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