Pinceladas literarias: La casita de la playa un cuento de Analía M. Angeli

Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra, en esta ocasión con un cuento de Analía M. Angeli-

La casita de la playa

Coral se despertaba agitada, bañada en transpiración, con una sensación punzante en el pecho. El sueño se repetía desde hacía meses. Estaba en una casa, en lo alto de una duna, enfrente veía una playa ancha de arena finísima y clara. La construcción era de madera blanca brillante, asentada encima de unos pilares, enfrente tenía un gran ventanal sobre una terraza que miraba al mar. Era el atardecer, montado sobre un horizonte de anaranjados furiosos. Ella estaba sentada en la terraza, arrullada por el sonido eterno y ronco de las olas. Veía, hipnotizada, cómo el mar se adentraba, tendiendo un manto de terciopelo azul sobre la playa y luego retrocedía dejando manchones irregulares y oscuros sobre la arena, como un pintor poco inspirado que abandonaba su obra para seguirla después. La tarde era fresca y el viento, porfiado, revoleaba arena de un lado a otro. De a poco las sombras se tragaban los colores de la tarde, salpicando un cielo de Vía Láctea sobre su cabeza. La noche se imponía, el viento se revolvía en ráfagas cada vez más fuertes, pegándole los pelos en la cara y haciéndola temblar de frío. Se levantaba y daba la vuelta para cruzar el ventanal, pero algo la detenía: eran voces que venían de algún lugar; no entendía qué decían hasta que distinguía una voz de hombre que gritaba suplicante “María, no lo hagas”, “María, no me dejes, por favor”. Las frases resonaban y resonaban como en un eco, hasta que se disolvían en la nada. El viento traía un penetrante olor a lavanda; era tan intenso que la sofocaba. Allí siempre despertaba.

Coral tendría once o doce años cuando el sueño de la casita se instaló en sus noches. A medida que pasaron los años, lo que recordaba al despertar era más detallado. No se animaba a contarle a nadie, guardaba esas imágenes nocturnas bajo siete llaves, ni siquiera se atrevía a hablar de eso en su terapia. Cambió de psicóloga varias veces desde que era chica, no por decisión propia; sus abuelos siempre le decían “Esa psicóloga tampoco te ayuda”. Cuando se producían estos cortes en sus terapias, se quedaba con la sensación de que su interior era un mar enorme, en calma como el de su sueño, pero solo en la superficie. Tenía una certeza no comprobada: un monstruo oscuro, grande y escurridizo se movía en las profundidades. Intuía que ese sueño tenía más para mostrar, sospechaba que en algún momento se convertiría en pesadilla; pero nunca ocurría; siempre terminaba igual: el ruido perenne de las olas, el viento helado, los gritos, el olor a lavanda. ¿Dónde estaba el monstruo?

Mientras la vida se movía entre la casa de la ciudad, la escuela, los veranos en la playa, la familia, los amigos, esa pregunta era una compañera tormentosa y fiel. Las páginas de sus diarios íntimos narraban el sueño del derecho y del revés, los detalles cada vez más precisos y la pregunta del final ¿Dónde está el monstruo?, escrita en diferentes tipografías marcaba las hojas por todas partes.

Al terminar la universidad, se fue de vacaciones a unas playas del sur, para cambiar de aires. Un amigo de la uni era chubutense y siempre hablaba de Rada Tilly, un pueblo muy cerca de Comodoro Rivadavia, que tenía unas playas hermosas y el clima era espectacular. Tanto insistió, que finalmente armaron un viaje para festejar la recibida. El amigo de Coral tenía su casa paterna en Comodoro por lo que buscaron un apart hotel en el balneario para quedarse; así aprovecharían sus últimos diez días como profesionales no asalariados, según decían ellos. Después volverían cada uno a la vida normal, para convertirse en adultos hechos y derechos. Cada día lo disfrutaban al máximo recorriendo el pueblo, yendo a la playa hasta que oscurecía; algunas veces volvían después de cenar a sentarse en la arena y tomarse una cerveza plantándole cara al frío viento marítimo.

Una tardecita cálida, los anaranjados del horizonte le hicieron recordar aquel sueño que hacía tiempo no la visitaba. Dejó un rato a sus amigos y se acercó a la orilla, cerró los ojos, se soltó el pelo y se dejó arrullar por el ir y venir de las olas, que le lamían los pies. El vestido verde agua se le pegaba al cuerpo, el pelo largo flameaba al compás de las ráfagas. Sintió una mano en su hombro y pensó que era uno de sus amigos; pero al abrir los ojos se encontró con una mujer de mediana edad que la observaba. Coral escuchó cómo se le quebraba la voz al decirle: María, volviste”. La mujer levantó una mano para tocarle la cara pero ella, espantada, dió un salto hacia atrás y le dijo: “Disculpe señora, no me llamo María, seguro me confundió.” No dejó que la mujer hablara otra vez, se alejó rápido y regresó con sus compañeros.

Esa noche el sueño reapareció con fuerza, se despertaba y al volver a dormirse soñaba lo mismo. Se levantó cuando la claridad rosada asomaba en el horizonte azul del océano, se tomó un café bien caliente, se abrigó y salió. Al llegar a la playa, se acercó a la orilla y caminó hacia el sur siguiendo la huella húmeda que había dejado la bajamar. Un peso en el pecho la acompañaba, las imágenes del sueño se imprimían en su cabeza, la casita, la terraza, el mar azul, el eco de los gritos, el olor a lavanda y un nombre “María”. A pesar del frío intenso de la mañana, sentía que su mar interior hervía, aquella mujer había despertado algo. Sus pensamientos la llevaban una y otra vez a la frase que escribió infinidad de veces: ¿Dónde está el monstruo?

Caminó rápido, por momentos corría, así mismo no podía apagar lo que le sucedía por dentro. No se dió cuenta de lo lejos que llegó hasta que no vió más casas. Estaba en una zona agreste, con dunas, desierta; pero a Coral el paisaje le resultó familiar. Levantó la vista y algo brilló a lo lejos. Trepó un poco sobre la duna y volvió a mirar. Allí estaba. La casita de madera blanca con su ventanal y su terraza. No había duda alguna. Tenía que llegar hasta allí. Siguió escalando la duna hasta que vio una escalera que la llevaba a la terraza. El lugar estaba abandonado, la pintura descascarada, los vidrios rotos, los postigos destartalados golpeaban contra las paredes de madera. Tenía que entrar. Probó si el ventanal abría pero era pesado y no pudo. Observó una puerta en el costado. Tenía que intentarlo. Movió el picaporte, tironeó, empujó pero no hubo caso. A riesgo de cortarse, pasó la mano por un vidrio roto y probó el picaporte desde adentro, increíblemente cedió y la puerta se abrió sin ruido.

Quizás la casa la esperaba. Tuvo miedo pero cruzó el umbral. A través de la suciedad de los vidrios se filtraba la luz del sol y adentro había una claridad como de bosque de hadas. No hacía frío. Se movió despacio entre los muebles tapados con sábanas blancas brillantes de la sal y arena de los años. En el piso había pedazos de vidrios, pintura descascarada, arena fina y algo que ella identificó como cenizas. Tenía que seguir. Entró al pasillo, lo recorrió lento, primero una puerta de un dormitorio, el baño y la última puerta cerrada. Tenía que abrirla. Las paredes tiznadas de negro dejaban entrever una guarda con dibujos infantiles, el piso estaba quemado en partes y se veían restos de velas derretidas. La cama pequeña estaba revuelta y quemada en uno de sus espaldares. Un olor conocido la descolocó. Se mareó y se sentó en la cama desvencijada. Una mantita que, en sus tiempos, fue blanca, asomó debajo de sus pies. La levantó. Por instinto la acercó a su nariz. Empezó a llorar casi sin darse cuenta; no podía parar las lágrimas. El mar, su mar, estaba desbordando. Y entendió. Aquello que creyó un sueño, no eran más que recuerdos atrapados empujando para salir a la superficie. La verdad, ese monstruo escurridizo, se hizo visible: ella era pequeña, tenía puesto su pijama, la mamá la arropó para dormir y dejó, como siempre, una velita de lavanda encendida hasta que se durmiera. Antes de cerrar los ojos, escuchó una pelea, palabras gritadas que no entendía; quería saber qué pasaba. Agarró su mantita preferida y salió de la habitación, caminó por el pasillo despacito y vió cómo su mamá empujaba a su papá y salía corriendo hacia la playa. El se fue hacia la terraza agarrándose el pecho, al bajar las escaleras hacia la playa no lo vio más, sólo lo escuchó decir “María no me dejes, por favor”. Sus padres se le perdieron de vista y caminó unos pasos más hasta el ventanal abierto y alcanzó a ver a lo lejos cómo volaba el vestido de mamá que corría hacia el mar. Empezó a llorar y a temblar de frío, se abrazó a su mantita y corrió a su dormitorio, se metió debajo de las frazadas; la vela se cayó de la mesa de luz. Y ella se acurrucó aún más. Viendo cómo las llamas prendían las cortinas, esperó a que regresaran sus padres. Después de eso no hubo más. El recuerdo de ese día trágico murió debajo de las cobijas. No supo cómo sobrevivió, quizás alguna persona que paseaba por la playa dió aviso a la policía y fue rescatada antes de que pasara lo peor. Estuvo llorando mucho tiempo sentada en la que había sido su cama.

Cuando tuvo uso de razón sus abuelos maternos le dijeron “Tus papás murieron en un accidente, por eso te trajimos con nosotros”. Siempre recibía respuestas evasivas, ni siquiera sabía dónde estaban enterrados sus padres. Dejó de preguntar; pero, una vez, le ganó la curiosidad y entró a escondidas a la habitación de sus abuelos; empezó a revolver los cajones y encontró una foto con una esquina a medio quemar, detrás decía “…Fernanda y Ariel – … de enero de 1995.”

Los había amado a través de esa foto, Fernanda y Ariel, decía en voz baja hasta quedarse dormida, sin saber que el fuego le había arrebatado una parte del nombre de su mamá; pero la verdad del alma siempre busca la superficie.

Sobre la autora

Analía M. Angeli; Vivo en Vicuña Mackenna, Córdoba. Mi familia son la gente que amo, mi hija, amigos, compañeros, familiares, esos que están cerca de mí y que conectan conmigo desde algún lugar. Mi título: Profesora de enseñanza primaria. Hoy me toca estar en la gestión de una escuela, acompañando a los estudiantes en su camino por la infancia, tan lleno de historias. Me gusta mucho leer. Y hoy, escribir es un cable a tierra, siento que me completa. Participar del Taller de Literatura “Claraboya” me gratifica y me ayuda a crecer. Tener ahora la posibilidad de compartir parte mi mundo, de lo que soy con más gente, me encanta.

fuente: VIAPAIS

Artículos Relacionados

Volver al botón superior

Adblock Detectado

Considere apoyarnos deshabilitando su bloqueador de anuncios