
Vía Tres Arroyos te presenta una nueva entrega de Pinceladas literarias, la sección a cargo de Valentina Pereyra. Agradecemos está semana la colaboración de Nahuel Vázquez.
En esta ocasión te presentamos un cuento de Analía Angeli
LA CAJITA DE MÚSICA
Cuando estoy frente a una encrucijada pienso en ella, en lo que pasaba por su cabeza antes y durante aquella noche del invierno del 88. Yo era una nena, no comprendía del todo, pero me daba cuenta: en casa algo no estaba bien. El semblante de mi mamá siempre parecía atravesado por una sombra, sus gestos me confundían; cada vez que me miraba sonreía mucho, demasiado tal vez, me trataba con dulzura, jamás me gritaba, nunca me llamaba la atención si se me rompía algo o me ensuciaba, pero si pasaba eso corría a cambiarme de ropa o tiraba lo que se había roto.
Cada lunes, en la escuela, mis compañeras hablaban sobre su fin de semana, se peleaban por contar su domingo: algunas habían ido a la plaza a andar en bici, otras habían tomado helado y paseado por la costanera, unas habían almorzado en la casa de sus abuelos. Todo me era extraño, como si viviéramos en mundos distintos. A veces me preguntaban “Laura ¿Vos qué hiciste ayer?”, yo me ponía colorada y no podía decir ni una palabra. Más adelante aprendí a mentirles, me inventaba un fin de semana feliz, una noche de pelis, un cumpleaños y otras tantas historias que creían y escuchaban entusiasmadas. Creía que así me hacía un lugar entre ellas. En realidad, mi vida transcurría en una casa silenciosa, con las persianas bajas, las paredes a medio pintar y algunas goteras. Mis domingos no tenían plaza ni helados, ni abuelos ni fiestas de cumpleaños, pero había algo: la cajita de música. Era el único día de la semana en que mamá me la daba, también era el único día en que papá no volvía a casa. Él salía los sábados por la noche y recién aparecía en la madrugada del lunes, eso sí, nos dejaba encerradas todo el fin de semana. Antes de irse me decía: “Afuera es muy peligroso, con la puerta cerrada nadie podrá entrar y lastimarlas.”
Sus palabras me dejaban muchas dudas, pero cuando oía el cerrojo de la puerta, algo parecido a la felicidad se apoderaba de mí. Me esperaba la cajita de música.
Nadie sabía de mis domingos escuchando los acordes mágicos que salían de la cajita. Por alguna razón que no recuerdo decidí guardar el secreto a mis compañeras, aunque fuera lo único bueno y lindo que podía contarles sobre mí. Si la tarde dominguera era linda, la pasábamos en el patio. Mamá regaba las plantas, cortaba los yuyos; después se sentaba a tomar mates con el sol del invierno pegándole en la cara. Yo me tiraba de panza sobre una manta y le daba cuerda a la cajita una y otra vez, la melodía que salía de ahí me fascinaba. Solía sentir como un vientito fresco y olor a tierra mojada; se lo decía a mamá y ella respondía: “Es porque está hecha con madera de jacarandá, de esos que crecen cerca del río”; la exploraba, la olía, me la acercaba al oído como si fuese una caracola para sentir otra vez el vientito.
Una tarde intenté desarmarla y esa fue una de las pocas veces en que ella me levantó la voz; me quitó la cajita, es más, diría que me la arrancó de las manos y por un buen tiempo no volví a ver mi precioso juguete. Un domingo a la noche, la abuela llamó. Yo casi nunca podía hablar con ella, vivía lejos, en Paraná. Mientras la conversación avanzaba y se hacía imperceptible para mí, vi cómo el semblante de mi mamá se transformaba. Un rato después, armó un bolso con unas mudas de ropa y sacó un rollo de plata escondido en la costura del colchón. Me abrigó bien, me miró a los ojos y me dijo: “Vamos Laura”. No me atreví a contradecirla. Esta vez no sonreía. Salimos de la casa, de madrugada. No andaba nadie en la calle, el aire helado de la noche parecía haber detenido el tiempo. Llegamos corriendo a la terminal, nos acercamos a la única boletería abierta y mamá compró los pasajes. Al rato subimos a un ómnibus que tomaría la ruta nacional 35 con destino a Córdoba.
Llegamos casi un día después. Amanecía y la ciudad se ponía en movimiento; el ruido del tránsito, los pasos apurados de la gente y los edificios muy altos me asustaron un poco. Entramos en un barcito, atendido por una mujer. Desde atrás de la barra nos sonrió y habló en una tonada que me resultó divertida, me preguntó cómo me llamaba, recuerdo que respondí: “Laura, sólo Laura”; ella se acercó y agarrando con suavidad una de mis trenzas oscuras, despeinadas por el viaje, me dijo: “Bueno, Laura, solo Laura, encantada de conocerte, yo soy Norma y en nombre de todos los cordobeses te doy la bienvenida”. Unos minutos después nos trajo el desayuno: café con leche para mi mamá y chocolate caliente para mi, una bandeja con tostadas de pan casero y medialunas, más unas cazuelas con manteca y mermelada. Nos sirvió como si fuéramos princesas y agregó: “Cortesía de la casa, para las recién llegadas”. Se alejó de la mesa en medio de un tintineo de campanitas debido a la enorme cantidad de pulseras que llevaba en cada muñeca. Jamás me olvidé de ese sonido así como tampoco de la cara que puso mi mamá cuando al levantar la bandejita de las medialunas encontró una notita con una dirección: Pensión “Mujeres al sol” – Independencia 1340. Sonrió y suspiró fuerte, se dio vuelta; no pude ver el gesto que le hizo a la mujer…mucho tiempo después comprendí que esa desconocida lo había entendido todo. Hoy fui al departamento de mamá, en una semana debo vaciarlo. Parece que los tiempos de un duelo no son compatibles con la urgencia del mercado inmobiliario. Recorrí a pie las diez cuadras que lo separan del mío, pensando que hoy se cumplen treinta y siete años de aquella primera madrugada en la ciudad. Mientras caminaba, muchas imágenes me visitaron, los meses en la pensión de la calle Independencia, las tardes en la trastienda de la panadería haciendo la tarea o leyendo historietas, mientras esperaba que ella terminara su turno; la primera mudanza a un departamento pequeñísimo sobre la Buenos Aires; los domingos de verano en Carlos Paz, alguna siesta de invierno en el Parque Sarmiento o en el Zoo; las tardes de juegos en el “Super Park” y los amigos que se hicieron familia convirtiendo nuestro mundo de dos, en asados ruidosos al ritmo del cuarteto o en mateadas interminables a la orilla del Suquía.
En esos tiempos serenos, una sola cosa me inquietaba ¿Dónde estaría la cajita de música? No pude ver si mi mamá la había guardado en el bolso. Nunca me animé a preguntarle, como si tuviera miedo de romper el delicado equilibrio que habíamos logrado. Con el paso de los años dejé de pensar en la cajita de madera de jacarandá.
Entré al departamento y el olor a encierro me sofocó. Abrí el ventanal del balcón, corrí las cortinas y los rayos de sol desnudaron las sombras; pequeñísimas partículas de polvillo bailaron al son de la corriente de aire, como si estuvieran contentas de ver la luz. Fui al dormitorio y a la cocina repitiendo la misma acción. En unos minutos el ambiente se sintió agradable. Me esperaba una tarea difícil: separar aquellos objetos que llevaría conmigo de los otros que donaría a la fundación en la que ella colaboraba.
Puse la pava, preparé el mate y fui con la bandeja al dormitorio, la apoyé en una mesa ratona, me recosté en la silla mecedora que ella tanto quería y que todavía conservaba el aroma de su perfume favorito. Del otro lado, había un pequeño baúl, le gustaba apilar ahí los libros que estaba leyendo, siempre tenía varios empezados. Había cuatro: Cumbres borrascosas, Ana Karenina, El poder de las palabras y Poesía completa de Cortázar. Cada uno con un señalador en alguna página; los abrí, los olí, los acaricié, dejando un camino de dedos sobre la fina capa de polvillo que cubría las tapas. Decidida a llevarlos conmigo, los coloqué en el piso y abrí el baúl, seguro adentro, encontraría más.
Un aroma a tierra mojada y un airecito fresco me atravesó, entonces me senté en el suelo y comencé a sacar los libros de adentro…me impulsaba la curiosidad; ese olor, ese aire y una certeza: ahí estaba. Abajo de todo, agazapada entre clásicos de la literatura, esperaba mi tesoro secreto. Agarré la cajita con las dos manos, como quien cobija un cachorro recién nacido, la apoyé en mi pecho; después la puse sobre la alfombra. Por un instante, volví a tener 8 años. Me tiré de panza, la abrí, le di cuerda y la música amada de mi infancia volvió. Cuando terminó la canción, le di cuerda otra vez y mis uñas engancharon un papel escondido debajo del mecanismo que la hace sonar. Con cuidado saqué y abrí el papel amarillento, la letra de mi mamá se desplazaba prolija y redonda entre los renglones. Sus últimas palabras me llegaron con olor a jacarandá, a tierra mojada; liberándose por fin, como la melodía tintineante y antigua atrapada en mi cajita:Laura, sólo Laura: Así te presentaste cuando llegamos, ¿Te acordás? Mi querida hija, si estás leyendo esto es porque ya no estoy acá. Quiero darte el cierre que corresponde porque nunca más hablamos de aquella noche de junio del 88.
Esa noche pude hablar con tu abuela, porque él había olvidado ponerle candado al teléfono. Dijo que iba a venir a buscarnos y nos llevaría con ella sin importarle nada. Yo sabía que tu padre tenía un arma escondida y que no dudaría en usarla si alguien osaba quitarle lo que él consideraba suyo. La idea de una tragedia peor de la que vivíamos día a día hizo un click en mi cabeza y finalmente ese miedo le ganó al terror que le tenía a tu papá. Me armé de valor, saqué la copia de la llave que tenía escondida, preparé el bolso y salimos a la calle. Mientras corríamos me daba vuelta a cada ratito temiendo lo peor. Al llegar a la terminal no tenía idea de adónde viajar, me paré frente a la única boletería que vi abierta y en modo automático saqué dos pasajes a Córdoba. Pero faltaba más de media hora para embarcar, así que nos sentamos adentro, en un banquito desde donde se veía la plataforma. Con el pasar de los minutos empecé a torturarme en silencio, imaginaba que él nos encontraba y todos los posibles desenlaces horribles explotaban mi cabeza. El corazón se me aceleró, sentía que me faltaba el aire y no podía moverme. Vos tenías tu cabeza apoyada en mi brazo. Desde que salimos de la casa no habías hablado y yo no podía ni mirarte porque no sabía cómo explicarte lo que estaba pasando. En un momento levantaste la cabeza y señalaste el ómnibus que acababa de estacionar, preguntaste: “¿En ese cole nos vamos de viaje?”. No esperaste mi respuesta, te paraste, estiraste tu mano para agarrar la mía y dijiste: “Vamos mami, ya es hora”. Mientras entregaba los pasajes, vos ya estabas trepando la escalera, el chofer se rio y me abrió paso para seguirte. Arriba estaba cálido, nos acomodamos en las butacas y volviste a apoyar tu cabeza con trenzas en mi hombro. El colectivo arrancó, veinte minutos después (los conté, sí) subía a la ruta y tomaba velocidad; recién en ese momento respiré sin dificultad. El resto es historia conocida. Me llevó tiempo procesarlo pero siempre recordé tu mano estirada hacia mí, tus palabras simples y comprendí que en realidad eso nos trajo hasta acá. Tu valentía inocente nos dio la vida que merecíamos y nos curó las heridas. En este plano o en otro, siempre estaré con vos. Tu alma y la mía se encontrarán otra vez. Te deseo una vida hermosa y feliz…te quiero con todo y más. Mami, solo mami.
Sobre la autora
Analía Angeli indica que:
“Vivo en Vicuña Mackenna, Córdoba. Mi familia son la gente que amo, mi hija, amigos, compañeros, familiares, esos que están cerca de mí y que conectan conmigo desde algún lugar. Mi título: Profesora de enseñanza primaria. Hoy me toca estar en la gestión de una escuela, acompañando a los estudiantes en su camino por la infancia, tan lleno de historias. Me gusta mucho leer. Y hoy, escribir es un cable a tierra, siento que me completa. Participar del Taller de Literatura “Claraboya” me gratifica y me ayuda a crecer. Tener ahora la posibilidad de compartir parte mi mundo, de lo que soy con más gente, me encanta”.
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