
Hay futbolistas que se quedan a vivir en una foto. Se mueren jóvenes, pero dos por tres reaparecen y nos miran desde aquel encierro, desde aquella postal de felicidad que nos dejó afónicos.
Ocurre con Hugo Romeo Guerra, el de la nuca bendita, el que reventó la sístole de millones y le dio el triunfo a Boca en un Superclásico de 1996 al minuto 90. El mismo que se pasó casi la mitad de la vida aclarando que no había sido un nucazo, como se repetía en el relato mítico: le había pegado con el parietal.
Qué hueso, órgano o músculo intervino en la hazaña, importa poco. El tipo resucita cada vez que llega un Boca-River y lo vemos congelado en un salto de espaldas, con la peluca al viento y el cráneo próximo a convertir el gol más importante de su vida, el de la eternidad.
Aquel 29 de septiembre, el uruguayo destruyó un rato la pulsión de vida de miles y le puso suero reanimador a otros miles. “Tuve suerte en la vida y esa pelota que metí en el último minuto me cayó del cielo”, diría minutos después, extasiado, todavía sin comprender que podría morirse joven, pero que la belleza de esa acción sería una espiral que llegaría incluso a los que aún no habían nacido.
Más vista que la Gioconda en el Louvre, la imagen “tramposa” invita a una ilusión óptica. “Es imposible que le haya pegado de nuca porque estaba de espaldas al arco y la pelota venía desde la zona de palcos”, vivía aclarando el fornido de Canelones, Uruguay, que dio una Masterclass de cómo aprovechar el instante en que la oportunidad se encuentra con la intención.
Ese paso de ballet rústico, esa torpeza digna de una estatua, fue celebrada desde el banco por un Carlos Bilardo desquiciado, ahogado por su propia corbata. Guerra había llegado al equipo con 30 años y algunos motes relacionados a su condición rudimentaria, de tosco. La justicia divina a veces tiene formas inesperadas.
El fútbol regala esas bellezas, esos pequeños actos de poesía mundana, aunque después haya dagas que lastimen salvajemente a esos mismos que celebraron: el 11 de mayo de 2018, a los 52 años y después de jugar un picado con amigos en Arrecifes, donde vivía, Hugo tuvo un infarto y murió.
El delantero que llegó de la mano de Bilardo a Boca.Julisa Guerra, su hija, artista plástica, recuerda a “El camello”, tal lo llamaban en sus pagos, “calladísimo, con la humildad como pilar, transformando ese metro ochenta y seis en lírica, trepado al tejido”, como le dicen del otro lado de la orilla al alambrado. Ella tenía 23 años y tres meses de embarazo cuando el corazón de Hugo lo traicionó.
“No llegó a conocer a su primer nieto, Emilio“, se lamenta y habla del vacío que eso significó también para Jamila, Hugo Junior y Delfina, sus hermanos.
En las horas previas a un nuevo Superclásico, no faltan quienes invocan a San Hugo Romeo, patrono de las victorias agónicas, protector de todas esas cabezas que se acercan por el milagro al área rival segundos antes del pitazo final. Dicen que también es el ángel de todos aquellos que en ante los peores pronósticos van, lo intentan y esperan que una ayuda caiga del cielo y sólo reste empujar.
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