
Benjamin Bratton no escribe libros, diseña sistemas. Para referirse a la megaestructura global de sistemas informáticos interconectados, acuñó el término The Stack (“La Pila”), una arquitectura conceptual que lee el siglo XXI desde sus capas de cómputo, infraestructura y gobernanza. A grandes rasgos, The Stack puede pensarse como una arquitectura en capas inspirada en los modelos informáticos. Describe cómo se organiza el poder planetario contemporáneo no ya a partir de estados o territorios delimitados, sino a través de una superposición de sistemas técnicos, redes y plataformas que moldean desde la logística global hasta la experiencia subjetiva. En lugar de mapas geopolíticos, Bratton propone una topología de capas interdependientes que incluye Tierra, Nube, Ciudad, Dirección, Interfaz y Usuario.
“Cada una de sus capas fue diseñada con cuidado. Los teléfonos, los protocolos de direccionamiento, los servidores. Pero el sistema total no fue planificado”, dice Bratton. “No hubo un proyecto maestro en los años 70 para construir la computación planetaria. Y, sin embargo, acá estamos. The Stack es, probablemente, el logro infraestructural más importante del siglo”, agrega el sociólogo y profesor de Artes Visuales en la Universidad de California, San Diego.
Conversamos con Bratton a propósito de la edición en español de The Stack. Soberanía y software (Adriana Hidalgo/Interferencias, 2025), una obra clave para quienes buscan pensar más allá del apocalipsis automatizado o el humanismo narcisista. Bratton no le teme al diseño, defiende la inteligencia artificial (IA) como una posibilidad emancipadora y sostiene que el colapso —a pesar de los síntomas— no es inevitable. Pero para eso, dice, hay que intervenir en la infraestructura. Es ahí donde se juega la forma del mundo que habitamos.
En esta conversación exclusiva para revista crisis, el autor californiano discute el futuro del Estado, la IA como infraestructura pública, el colapso como superstición progresista y la posibilidad de una democracia en la que el humano a veces no es el centro. Ni utopía californiana ni pánico europeo. Una invitación a leer nuestra época con otras pilas.
¿Qué es The Stack? ¿Cómo describirías su naturaleza híbrida, en el sentido de que es en parte una construcción deliberada y en parte algo que creció sin planificación consciente?
The Stack es una arquitectura conceptual que desarrollé a partir de 2010 y que publiqué en 2016. Parte de dos ideas centrales. La primera, que la computación planetaria deforma la geografía política heredada —basada en Estados soberanos westfalianos— y produce nuevos territorios sobre los cuales se organiza la geopolítica contemporánea. La segunda, que no se trata de una mega-máquina amorfa, sino de un sistema compuesto por capas modulares e interdependientes —Tierra, Nube, Ciudad, Dirección, Interfaz, Usuario— que funcionan como una red distribuida.
Este modelo no busca ser una descripción científica, sino una herramienta para pensar en términos de partes y totalidades. Una forma de visualizar la infraestructura técnica que estructura el mundo.
La pregunta por su carácter híbrido es clave. Su paradoja entre planificación parcial y emergencia sistémica nos obliga a repensar categorías como centralización o descentralización, que muchas veces funcionan más como metáforas que como conceptos útiles. Lo mismo sucede hoy con la IA. No fue deliberadamente compuesta como totalidad, pero de todos modos está aconteciendo.
apocalípticos o regulados
Bratton dista de ser un apocalíptico, incluso frente a las consecuencias devastadoras del cambio climático y a la amenaza existencial de la IA. Su pensamiento se aleja tanto del pesimismo tecnofóbico como de las fantasías del humanismo clásico. En lugar de añorar instituciones en crisis o temerle al diseño algorítmico, propone imaginar otras formas de inteligencia colectiva, donde lo humano ya no ocupa necesariamente el centro. A partir de esta mirada, cobra relevancia una pregunta clave para el presente político: ¿cómo pensar la democracia en un tiempo de subjetividades descentralizadas, máquinas que toman decisiones y Estados que pierden el monopolio de la soberanía?
Según varias encuestas, el avance de la nueva derecha, las crisis institucionales y la concentración de la riqueza alimentan la percepción, sobre todo entre los jóvenes de América del Sur, de que el sistema democrático ya no responde a sus necesidades. ¿Qué le dirías a quienes sienten que el sistema no da respuestas?
Les propondría pensar otra posibilidad. Hay voces influyentes en el Norte Global que insisten en que la expansión de la IA agravará la concentración de riqueza. Creo que puede suceder lo contrario. Imaginá una máquina capaz de condensar todo el conocimiento profesional (que hoy está encerrado en unas pocas ciudades y universidades del Norte) y ponerlo al alcance de cualquiera, en cualquier idioma, a través de una interfaz accesible y casi gratuita. Una herramienta así permitiría a muchas personas, en cualquier parte del mundo, desestabilizar esa concentración de poder con ideas propias y algo de tiempo. No es una garantía, pero sí una posibilidad tan real como los escenarios distópicos que dominan el discurso. Y creo que eso es lo que inquieta a ciertos sectores del Norte Global: que la IA vuelva irrelevantes muchas de las instituciones que hicieron escasa —y rentable— su propia capacidad de acción. Para ellos, esto no es una revolución de los márgenes, sino una disputa entre élites. Harvard contra Stanford. Yo lo veo distinto. Veo la chance de reconfigurar las distorsiones estructurales de la economía global. Una posibilidad revolucionaria. Y eso les da miedo.
Voces del Norte Global insisten en que la expansión de la IA agravará la concentración de riqueza. Creo que puede suceder lo contrario. Imaginá una máquina capaz de condensar todo el conocimiento profesional (hoy encerrado en ciudades y universidades del Norte) y ponerlo al alcance de cualquiera, a través de una interfaz accesible y casi gratuita. Una herramienta así permitiría desestabilizar esa concentración de poder.
Sostenés que el usuario es una relación tecnológica que requiere un marco epistemológico distinto —que podría pensarse como poshumano— y que estamos enredados con actores no humanos. ¿Cómo redefine ese contexto nuestra noción de agencia y qué implicancias tiene para el diseño institucional y político?
No uso la palabra “poshumano”, y en realidad no me gusta. Supone que la antigua imagen del ser humano era estable y verdadera, y que todo lo que la desafía es algo no humano. No creo que eso sea correcto. Lo humano, para mí, se define por su plasticidad. Nuestra adaptabilidad, como el hecho de tener manos en lugar de garras, nos permite interactuar con múltiples entornos. La transformación constante no es una excepción a lo humano, es su núcleo mismo. Y nuestro vínculo con entidades no humanas no es nuevo. Siempre fuimos el resultado de relaciones simbióticas y competitivas con otras especies. Lo que cambia ahora es que empezamos a producir artificialmente algunos de esos otros entornos o actores. Y que la computación se convirtió en el medio principal para comprender y organizar esas relaciones. Eso sí es novedoso. Pero la condición de estar entretejidos con lo no humano, no. En cuanto a la agencia, es importante distinguirla de las instituciones o de la política formal. Para mí, la agencia es la capacidad de producir cambios significativos en el mundo. Y esa capacidad no siempre está vinculada a una subjetividad consciente. Muchas veces, la agencia precede a la subjetividad. Un ejemplo claro es el cambio climático. Llevamos siglos modificando el planeta sin saberlo. La ciencia climática computacional del siglo XX nos permitió entender que esa agencia ya existía, que vivimos dentro de un proceso de terraformación que no controlamos del todo. Solo después de los hechos, desarrollamos una protosubjetividad al respecto.
Lo humano, para mí, se define por su plasticidad. Nuestra adaptabilidad, como el hecho de tener manos en lugar de garras, nos permite interactuar con múltiples entornos. La transformación constante no es una excepción a lo humano, es su núcleo mismo. Y nuestro vínculo con entidades no humanas no es nuevo. Siempre fuimos el resultado de relaciones simbióticas y competitivas con otras especies.
En tu trabajo describís el diseño como una fuerza geopolítica fundamental. Si el mapa ya no es el territorio sino la interfaz, ¿qué papel cumple hoy el diseño en la producción de soberanía y en la disputa por la visibilidad?
La disputa por la visibilidad ha cambiado radicalmente. Hace una década, el foco estaba en la representación y en ampliarla: mostrar más identidades, más voces. Se creía que si lograbas modificar las imágenes de una sociedad, esa sociedad terminaría pareciéndose a ellas. Pero hoy esa lógica se invirtió. La lucha ya no es por ser visto, sino por el derecho a no serlo. Una forma de opacidad soberana que implica no ser medido, modelado, incluido. La capacidad de controlar en qué condiciones uno aparece o no en el campo de lo visible se vuelve una forma de poder. Cada vez más personas entienden que la representación no es solo un reflejo simbólico, sino un dispositivo que opera sobre lo real. La representación actúa. Es una máquina a través de la cual la sociedad se percibe a sí misma y se transforma. Y, a largo plazo, creo que esa apuesta por la invisibilidad puede salir mal.
¿Por qué podría salir mal?
Te propongo un experimento mental. Cuando se lanzó GPT-4, el gobierno italiano exigió que se eliminaran los “datos italianos” del entrenamiento del modelo. No querían ser representados ahí. Imaginemos que la postura general de Europa es excluirse de los grandes modelos comerciales de IA. Ahora pensemos en el futuro cercano, donde esos modelos —y las aplicaciones que se construyen sobre ellos— se convierten en la infraestructura básica de las sociedades. En América del Sur, millones de jóvenes crearán agentes de IA con esas herramientas. Si Europa se borra deliberadamente de ese ecosistema, será como borrarse de la historia. La representación ya no es solo una cuestión de visibilidad, sino de existencia funcional. Si no estás en los sistemas que representan y organizan el mundo, no estás. Para algunos, ese suicidio ontológico asistido es soberanía. Para mí, es senilidad.
La representación ya no es solo una cuestión de visibilidad, sino de existencia funcional. Si no estás en los sistemas que representan y organizan el mundo, no estás. Para algunos, ese suicidio ontológico asistido es soberanía. Para mí, es senilidad.
un nuevo orden
Para Bratton, el nuestro mundo ya no está administrado por los Estados-nación. Las plataformas tecnológicas, con su capacidad de procesar información, organizar flujos y modelar comportamientos, disputan funciones históricas del Estado como la identificación, la regulación y la producción de ciudadanía. En ese contexto, pensar la democracia requiere ir más allá de los formatos heredados del siglo XIX. ¿Qué pasa cuando los agentes políticos ya no son solo humanos? ¿Cómo diseñar instituciones que reconozcan esa inteligencia distribuida que circula entre humanos, algoritmos, redes e infraestructuras?
Describís The Stack como “una máquina tanto utópica como distópica”. ¿Qué condiciones podrían determinar si este modelo fortalece o debilita el ideal democrático?
Depende de cómo entendamos la democracia. En el Atlántico Norte —y también, en parte, en América Latina— suele definirse como un conjunto de instituciones heredadas: parlamentos, partidos, universidades, medios. Cuando esas instituciones se erosionan, se asume que la democracia también lo hace. Pero eso no es necesariamente cierto. Quiero provincializar esa idea. Esa concepción institucional de la democracia es local, histórica, y debe ser pensada con distancia crítica. Si en lugar de eso definimos la democracia de manera más sistémica —o incluso cibernética— podemos verla como una forma de gobierno que amplifica la inteligencia distribuida que circula en los márgenes. Cada nodo en la red aporta capacidad de decisión e información hacia el centro. Esa edge intelligence es lo opuesto al modelo de comando centralizado, donde todo depende de la lucidez de un líder único. Si entendemos la democracia como una red que multiplica esa inteligencia colectiva —ya sea humana, no humana, natural o artificial— entonces The Stack puede volverse un espacio fértil para lo democrático. Pero eso implica abandonar el impulso nostálgico por restaurar la legitimidad de las instituciones del siglo XX. No se trata de reconstruir lo que se cayó, sino de inventar nuevas formas de organización política para una época definida por infraestructuras distribuidas.
Si entendemos la democracia como una red que multiplica esa inteligencia colectiva —ya sea humana, no humana, natural o artificial— entonces The Stack puede volverse un espacio fértil para lo democrático. Pero eso implica abandonar el impulso nostálgico por restaurar la legitimidad de las instituciones del siglo XX. No se trata de reconstruir lo que se cayó, sino de inventar nuevas formas de organización política
En tu modelo de The Stack, cualquier entidad capaz de iniciar una “columna” —desde un algoritmo de trading hasta un auto autónomo— puede ser considerada un usuario. ¿Cómo deberíamos repensar la agencia en un entorno donde los usuarios no son exclusivamente humanos?
Lo que describo no es ciencia ficción. Es el presente. Sobre la agencia te puedo decir que los humanos suelen resistirse a tecnologías que los descentran. Las revoluciones copernicanas duelen. Y en la medida en que construimos sistemas donde la agencia ya no se concentra en sujetos humanos, sino que se distribuye entre múltiples agentes —algunos no humanos—, cambia lo que entendemos por “lo humano”. Eso no implica perder dignidad, sino asumir cuán interdependiente es el individuo respecto de las estructuras que lo producen. No creo que el sujeto autónomo sea el punto de partida de la sociedad. Más bien, la subjetividad es el resultado de relaciones previas. Como dice Simondon, el individuo se forma en y por el proceso de individuación. Pensemos en el lenguaje. Por ejemplo, yo hablo inglés, pero el inglés me precede y me excede. Pienso con él, no solo lo uso. Del mismo modo, todo lo que creemos propio está compuesto por sistemas más amplios que nos atraviesan.
En el último año avanzaron propuestas para regular la IA —desde la Ley de IA de la Unión Europea hasta foros multilaterales como el G7 o la ONU. En ese escenario, ¿qué lugar debería ocupar la regulación de The Stack?
La versión de The Stack que propuse hace una década ya está desactualizada. Y eso no es un problema. Fue pensada como un modelo modular, diseñado justamente para ser reemplazado. Su utilidad no es metafísica ni estética, sino operativa. Muchos de los sistemas que analizamos hoy no solo pueden ser regulados. Deben serlo. Ahora bien, mi posición es que gran parte de lo que se presenta como regulación es, en realidad, teatro burocrático. Procedimientos que simulan control y generan la ilusión de una intervención racional. La Ley de IA de la Unión Europea, por ejemplo, me parece un caso claro de eso. En el fondo, esa ley busca regular una forma de inteligencia que aún no existe y que tal vez nunca llegue a existir pero al asumirla como real, construye una narrativa metafísica que legitima su accionar. Hay espacios donde el debate es más concreto. Por ejemplo, los foros del G7 o la ONU están discutiendo efectos sistémicos reales, no ficciones de conciencia de máquina. Por eso la pregunta clave no es si deberíamos regular la IA, sino cómo regular los sistemas que ya existen y que ya están produciendo consecuencias ahora mismo. En ese sentido, The Stack todavía puede servir como marco conceptual para identificar esas estructuras, incluso si ya no describe el presente con total precisión. Lo que no me interesa es fetichizar un diagrama viejo. El mundo ya cambió.
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