Mundos íntimos. Crecí en una familia con un padre violento. Cómo logré hacer camino, soñar, caerme, levantarme siempre?

No tengo ningún tatuaje, pero si alguna vez me hiciera uno, diría attraversiamo. Esta palabra la dice Liz, la protagonista encarnada por Julia Roberts en el film Comer, rezar, amar: “Oh, hermosa palabra. Es la combinación perfecta de sonidos italianos, es el silbido, el trino vibrante, la s relajante…”, describe la primera vez que la pronuncia. Luego, la repite hacia el final de la película, después de un viaje que la ha llevado a atravesar duelos varios. Atraviesa y llega a… otro lugar. ¿Por qué negar que Hollywood también es responsable de mi educación sentimental, por más cursi que esto parezca?


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La palabra attraversiamo (atravesar, pasar de un lugar a otro, cambiando) me sigue resonando porque es la forma que encontré para proyectarme y vivir, desde una infancia signada por la violencia paterna hacia la concreción de algunos sueños. Viajar, escribir, hacer libros, cantar. No sin pasar por algunos peligros sensatos e insensatos.


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Nací en Posadas, Misiones, en 1965. Mi familia vivía allí por uno de los tantos traslados que tuvo mi padre, en ese entonces miembro de la Prefectura Naval. Previamente había integrado, desde los 16 años, la Marina (“mi familia”, solía decir). De aquella época no recuerdo nada, solo imagino cosas que me contaron mis dos hermanas y mi hermano, los tres mayores que yo. Volver a Posadas es una travesía pendiente.

La ciudad imaginada. En 2013 Ana Quiroga pudo viajar a Valparaíso, ese espacio que en medio de tantas angustias de su infancia se le presentaba como el lugar donde las ilusiones podían realizarse.La ciudad imaginada. En 2013 Ana Quiroga pudo viajar a Valparaíso, ese espacio que en medio de tantas angustias de su infancia se le presentaba como el lugar donde las ilusiones podían realizarse.

De Misiones nos mudamos a Villa Madero, provincia de Buenos Aires, a una casa en la calle Primera Junta, paralela a las vías del ferrocarril. De esa época sí tengo muchos recuerdos. El sonido del tren, las luciérnagas, nuestro perro Buky, la voz dulce de mi madre cantando tangos, el patio enorme del Colegio San José Obrero, la música de Mercedes Sosa y del Club del Clan, los minishorts y las maxifaldas que usaban mis hermanas. Todavía esperaba con alegría la llegada de papá, que venía con chocolates “Jacks” o con los bocaditos “Angelito Negro”. Me acuerdo también de esa noche en que lo vi, por primera vez, dándole un sopapo a mi madre y del sobresalto que me quedó tatuado.

Ana Quiroga en la zona de Cerro Alegre, Valparaíso.Ana Quiroga en la zona de Cerro Alegre, Valparaíso.

No sé si es algo que les pasa a todos, pero cuando trato de entender qué edad tenía, más o menos, en algunos recuerdos, tomo como referencia la altura de las cosas que me rodeaban en ese entonces. Mi cabeza quedaba por debajo de la mesa esa otra noche en que, después de una nueva escena de sustos, gritos y golpes, entendí que mi padre no tenía el control. Porque tomó la valija de cuero que había arriba del ropero diciendo que no aguantaba más y que se iba. De alguna forma, yo niñita, entendí que mi padre no era todopoderoso. Que desertaba de estar al frente de su familia. En esa comprensión que tuve, algo atravesé. De habitar el miedo absoluto a uno más relativo.

Aquella vez, mi hermana Graciela lloraba y le pedía que por favor no se fuera. Así que mi padre no se fue del todo ese día, lo hizo mucho después. Graciela tendría unos 13 años y un historial de fugas, malas compañías y desaguisados compatibles con alguna enfermedad psiquiátrica. Fue fácil designarla como el chivo expiatorio que toda familia necesita. Su problema de salud fue tratado como un problema moral que debía corregirse a los golpes.

Graciela tenía la desgracia de ser hermosa. Digo desgracia porque la combinación de locura y belleza es irresistible para los depredadores. Esa belleza supongo que provendría de mi abuela paterna, quien se dio a la fuga cuando mi padre nació, sin siquiera reconocerlo. Mi familia me sigue pareciendo una fuente de historias de crueldad insólita. “Todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su manera”, dice una frase de Tolstoi, que no la sé por haber leído Anna Karenina, sino porque la cita Muriel Barbery en su novela “La elegancia del erizo”.

Esta semana estaba tomando un vino con una poeta amiga mientras editábamos su libro y me decía que a ella no le parecía tan atípico que décadas atrás los padres fajaran a sus hijos, y me contó algunas anécdotas brutales, como la de la madre de su ex marido que acallaba el llanto de su hijo metiéndole la cabeza en un balde con agua. A mi padre también se le daba por hacernos el “submarino”. A mi madre le rompió parte de la dentadura, a una de mis hermanas intentó ahogarla con una almohada y a mí me hizo el amague de tirarme por la ventana de un quinto piso. Claro que yo no sabía que era un amague y creo que él tampoco.

“Val” fue una palabra que me llevó lejos de Lugano –adonde nos habíamos mudado en 1971– y de la casa que no daba abrigo. La encontré en la Biblioteca Chorroarín, en la saga de las aventuras de “Puck”. Las historias están ambientadas en un internado danés. Una jovencita, huérfana de madre, es dejada allí por su padre, ingeniero civil destinado por sus empleadores al puerto chileno de Val. Yo leía y releía todas las aventuras de “Puck”, apodada así porque le encantaba fugarse al bosque, como si fuera el duende que aparece en la comedia de Shakespeare, Sueños de una noche de verano.

El padre de “Puck” sea hacía presente mediante visitas ocasionales -un poco como empezó a hacer el mío cuando a los trece años me armé de valor para pedirle que ya no golpeara a mi madre, y le dio vergüenza saberse visto, y me escuchó-, y a través de las cartas que la heroína recibía de ultramar, desde esa ciudad portuaria que empecé a soñar con conocer. Podía imaginarme lo que quisiera sobre Valparaíso, porque no había internet, ni tantas fotos disponibles, ni vistas satelitales. Creo que sobre todo era la música que encontraba en esa palabra y que aún sigue sonando en mí: Va / al / paraíso.

Allí fui, en 2013. Hay fotos que lo prueban. También dos amigas que viajaron conmigo y los mozos de los bares donde tomamos piscos. En una foto estoy sentada en una baranda del puerto sobre el Pacífico, feliz entre grúas y navíos. A partir de cierta edad una se pregunta sobre cuánto de verdad hay en la memoria, y las fotos ayudan a verificar los hechos, o casi. Conservo pocas cosas. Fotos, las necesarias para ir entretejiendo historias. Por ejemplo, tengo fotos de mis sobrinas y sobrinos. Desde el momento en que fue fértil, mi hermana mayor empezó a tener hijos, muchos. Dos de ellos, criados por mi madre, son como hermanos míos. El abandono que ellos sufrieron acentuó mi horror por la maternidad.

A medida que crecíamos y cada uno de nosotros intentaba ir tras sus deseos, la situación se iba volviendo menos “controlable” para mi padre y su miedo a la libertad. Su ira violenta crecía en frecuencia e intensidad. La biblioteca del barrio donde pasaba todas las horas que podía y los libros que me llevaba a casa me daban mundos a los que huir, pero con el miedo también crecían las fantasías defensivas y el deseo de deshacerme no solo del opresor, sino también de todo aquello que en ese entonces yo creía que eran la causa de su ira. Así que fantaseaba tanto como con envenenar la sopa que le llevaba a mi padre con rencor, como con arrojarme sobre nuestra casa como uno de esos pilotos kamikaze que veía en “Sábados de Súper Acción”, y que todo se extinguiera. Lo bueno y lo malo.

Mi hermana Graciela y mi hermano Osvaldo fallecieron, técnicamente por el virus del VIH. Decir que murieron por el sida es la mitad de la verdad. La palabra “adicción” nos tienta a creer que alude a la incapacidad de decir. Esto no es así, pero tal vez debería serlo. “Adicto” significa “apegado” o “adherido”, según la Real Academia Española. Pero yo sé otra cosa: si mis hermanos hubieran podido hablar de su dolor, si hubieran podido decir, estarían desplegando sus vidas.

A los 19 años, habiendo cumplido mi objetivo de terminar el secundario, comenzar a trabajar y huir de ese hogar peligroso, salí a un mundo no menos desafiante. Viví en muchos lugares distintos. A veces busqué refugio en la casa de un familiar, creyendo estar a salvo y quedé, sin embargo, expuesta a un depredador de otra especie. Hace poco pasé por uno de los tantos lugares donde viví, cuyo frente apenas recordaba, sobre la Avenida Boedo. Le saqué una foto, como hago siempre, para un libro que tal vez escriba. En ese lugar, vi como un hombre intentó tirar desde el balcón a mi amiga. No lo consiguió solo por azar, porque él estaba lo suficientemente intoxicado como para no ser preciso. Por aquellos días de 1988 Carlos Monzón sí había sido preciso con Alicia Muñiz. Quince años antes, mi padre no había llegado a ser preciso conmigo. Al día siguiente de que su novio no asesinara a mi amiga, y mientras ella volvía con él, tomé mis pertenencias y me fui a vivir a una pensión, en una nueva travesía.

¿Cómo se sale adelante desde esa niñez y adolescencia que apenas he esbozado? Digo “salir adelante” no como quien se dispone a dar una receta de autoayuda, sino como lo que llamo hacer un camino propio siguiendo el deseo. Cualquier respuesta a esa pregunta es incompleta. Voy a decir dos o tres cosas centrales. El azar quiso que una chica de Lugano como yo, conociera, por mi primer novio, el valor del psicoanálisis, e iniciara la experiencia que el escritor José Luis Juresa en su libro “La infancia de quien” refiere como “re-almificación”. Acabo de descubrir esa palabra, como hace años descubrí “Valparaíso”.

Al hecho decisivo del psicoanálisis, agrego la importancia de las personas que me vieron y me habilitaron. Una maestra, un amigo, una hermana. A veces, algún perfecto desconocido que me miró sin las lentes del prejuicio. Hubo y hay muchas personas así en mi vida, sin las cuales no sé si hubiera podido “re-almificarme” y hacer. Hacer camino, caerme, levantarme, seguir. Hacer con otros, estudiar, escribir, amar, cantar, soñar con algo y después ponerlo en el mundo. Con eso hice, con eso hago.


Sobre la firma

Ana Quiroga Larrieu

Ana Quiroga Larrieu es editora, librera y periodista. Asesora a organizaciones en el área de Comunicación. Tiene la convicción de que la lectura permite habitar el mundo de un modo más amable, comprender antes que juzgar y, sobre todo, imaginar. En 2016 creó Libros Del Buen Leer, tienda virtual desde donde le encanta recomendar -y si es posible vender- solo los libros que le gustan. En 2025 fundó el sello Bosque Editora (con colecciones de narrativa, poesía y ensayo) cuyo segundo título, “Como fuerza de buey” (Irene Frydenberg), está a punto de salir. Se anima al cantar y prepara su primer disco, “Canciones de una travesía”, junto al pianista, compositor y productor Marcelo Perea.

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fuente: CLARIN

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