
“No hay fuente que no sea sagrada”, decía Mario Servio Honorato, erudito romano del siglo V después de Cristo. Y esa frase humecta todas las páginas de El murmullo del agua. fuentes, jardines y divinidades acuáticas (Acantilado) de la historiadora y antropóloga española María Belmonte. Aquellos “pétalos del océano”, como definía el poeta Píndaro hace dos mil quinientos años a manantiales y demás flujos de agua que brotan de la tierra, aparecen en la Biblia, ornamentaron villas imperiales y palacios franceses y son atracciones turísticas, sean la Fontana di Trevi o la Cascada Los Duendes, en Bariloche. Ninfas, espíritus, misterios y promesas se mezclan en esos lugares, que el libro destila con frescura.

De acuerdo al Génesis, en el Paraíso hay una fuente de la que brotan cuatro ríos: Pisón (Nilo), Gihon (Ganges), Hidekel (Tigris) y Phirat (Éufrates). Y esas aguas eran las “venas de la tierra”, que fecundaban los cuatro puntos cardinales. Aquel manantial del Edén simbolizaba el conocimiento y la sabiduría de Dios, y sus vertientes purificaban a los humanos. Y en la mitología griega, de acuerdo a la Metamorfosis, de Ovidio, se cuenta que Dioniso le reveló al rey Midas que para liberarlo de su maldición y su codicia, debía sumergir su cabeza en un espumoso manantial, en las fuentes que daban origen al río Pactolo, en la actual Turquía.
“Nuestros antepasados veneraban y consideraban el agua sagrada, un regalo de los dioses para beneficio de los humanos”, recuerda Belmonte, para refrescarnos la ininterrumpida corriente que destaca a ese elemento como esencial.
De acuerdo al libro, para los indios hopi, afincados en los actuales estados de Utah, Arizona, Nuevo México y Colorado, en EE.UU., “cada manantial es un lugar sagrado”. Según Hesíodo, en tanto, una fuente que daba juventud eterna se encontraba en Etiopía, y el mito lo sobrevivió y la ubicación de ese surgente maravilloso y curativo se imaginó diferentes lugares.
El arte representó el magnetismo de esos espacios. Lucas Cranach, el Viejo, pintó “La fuente de la eterna juventud” en 1546, en donde una veintena de mujeres desnudas se bañan en la pileta que recoge las aguas milagrosas que surgen del centro de la tierra. Cerca de aquella se celebra un banquete, hay músicos, una tienda y carretas que traen ancianas para que recobren fuerzas. “La fuente”, de Dominique Ingres, de 1856, es otro clásico pictórico sobre el tema, que muestra a una ninfa que sostiene un cántaro del que sale agua. Quizá como una respuesta, Gustave Courbet, en 1862, pintó el mismo motivo, aunque en su obra la mujer, de espaldas al espectador, abraza una cascada.

La literatura también le dio espacio a las fuentes. En Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo, de Haruki Murakami, uno de los personajes, dotado “de poderes paranormales y adivinatorios, recorre el mundo en busca de fuentes de las que manen aguas maravillosas sin encontrar nunca el agua perfecta”. Hasta que llega a la isla de Malta y encuentra lo que tanto anhelaba, un surtidor natural del que habían probado su contenido desde Allen Ginsberg hasta Keith Richards. Solo en la ficción, claro.
El recorrido geográfico y conceptual de Belmonte navega especialmente por Grecia e Italia. Ella recapitula que para los antiguos griegos “algunas fuentes podían volverte loco, mientras que el agua de otras te devolvía la cordura o te convertía en abstemio el resto de tu vida”. Algunos templos, como los de Asclepio, dios de la medicina, se levantaban cerca de surtidores naturales de agua. Y en la ciudad-santuario de Dodona, en el norte griego, la sacerdotisa del lugar comunicaba sus oráculos inspirada en el murmullo de un manantial que nacía al pie de un roble. En Delfos, en tanto, estaba la fuente donde moraba la ninfa Castalia, lugar que visita la autora.

Pausanias, historiador griego que vivió en el siglo II después de Cristo, dejó como legado una amplia lista de los manantiales, pozos y fuentes de su época, muchos de los cuales todavía subsisten. La importancia que tenían estos lugares para la civilización helénica era tal que hasta tenían sus propias divinidades, una clase especial de ninfas, las náyades, como Castalia.
Otro mito cuenta que algunas de ellas atraparon a un joven, Hilas, y lo sumergieron para siempre en un manantial, enloquecidas por su belleza. En la misma estela, Salmacis, divinidad de un estanque, se enamoró de otro muchacho, Hermafrodito, y lo abrazó con fuerza sobrehumana, hundiéndolo en las aguas y pidiéndoles a los dioses que nunca lo separaran de él. Sus superiores celestiales cumplieron.
En Roma, por su parte, reinaron los acueductos, las fuentes y los baños públicos. En la entrada de las villas romanas más lujosas solía haber surtidores de agua que demostraban el poder adquisitivo del dueño. Y Plinio el Viejo dedicó el libro XXXI de su Historia Natural a los manantiales de agua dulce y al agua de mar. En el Renacimiento, los jardines más prestigiosos tenían grutas, esculturas de divinidades acuáticas, fuentes y autómatas, que creaban “una atmósfera acuosa de sensualidad y misterio”, como dice la autora.

El libro de Belmonte se sumerge también en la fuente más famosa, la romana Fontana di Trevi, que recrea un acantilado por el que se derrama el agua en cascada sobre una pileta, en cuyo centro está Neptuno, sobre un carro en forma de vieira del que tiran dos hipocampos alados. El ritual de arrojar monedas al parecer es antiquísimo, aunque de acuerdo a la autora antiguamente era para pedir por más salud o en agradecimiento por curarse de una enfermedad. La poco recordada película “Creemos en el amor”, de 1954, amplificó la costumbre. Y con “La dolce vita”, de Federico Fellini, en 1960, toda la obra escultórica quedó inmortalizada mediante la escena que protagonizan Anita Ekberg y Marcello Mastroianni.
Belmonte expresa que algún día habrá que hacer “la elegía a las fuentes desaparecidas, secadas, contaminadas”. O aquellas, con un status vacilante, como la del Monumento a los Españoles, en pleno Palermo, que a veces funciona y muchas otras no.
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