Colectivo de la línea 42 camino a Colegiales. Lunes a las 9 de la mañana. Repleto. Los cuerpos (y las mochilas pegadas a esos cuerpos) apenas dejan respirar. Los bamboleos de la máquina hacen que el viaje sea movido e incómodo. Pero el Señor Mayor va sentado en el anteúltimo asiento individual, agradecido del milagro de haber conseguido una butaca. Abre un libro y se dispone a disfrutar del trayecto. Pero un muchachón se le para al lado munido de un termo y un mate y empieza a cebar, sin aferrarse a ningún parante y confiado en su capacidad de equilibrio. El muchachón toma uno, le sirve otro a un amigo y da comienzo a una ronda interminable.
El Señor Mayor se pone tenso. Los ojos se le van de las páginas del libro hacia la insólita mateada que fluye a un centímetro de su asiento. Imagina riesgos para su humanidad: lo queman con el agua caliente, lo manchan con la yerba húmeda o las dos cosas a la vez. Cuando lleva media hora al borde del estrabismo, el cebador y su compinche se bajan en Chacarita sin que haya ocurrido ningún accidente, pero el episodio siembra en el Señor Mayor una revelación que antes le había pasado inadvertida: empieza a ver tomadores de mate en todos los colectivos, ya circulen vacíos o llenos.
El Señor Mayor hace memoria y no recuerda nada parecido, y eso que la mitad de su vida ha transcurrido arriba de los transportes públicos. Se pregunta si el argentino se estará “uruguayizando”. ¿Qué será lo próximo? ¿Llamar championes a las zapatillas, chivito al sándwich de lomo y cambiar el “che” por el “bo”?
El equipo de mate ahora se usa en el transporte público.
Exasperado, lo comenta en terapia y el psicólogo intenta tranquilizarlo diciendo que ha sido presa del fenómeno de Baader-Meinhof, un sesgo cognitivo que le hace ver por todos lados el dato que acaba de atrapar su atención. Si el muchachón de la primera vez, en lugar de termo y mate, hubiera llevado un mono tití, ahora estaría viendo monos tití a cada rato (el Señor Mayor piensa que el ejemplo es una estupidez, pero calla porque es un hombre educado).
Un amigo le dice que las mateadas ambulatorias se deben a que ahora la gente ya no tiene tiempo de desayunar en la casa. Otro amigo, que el mate engaña el hambre y hambre es lo que sobra por estos días. Pero el Señor Mayor, que escucha y no discute, piensa otra cosa: los cebadores de bondi forman parte de esa especie de seres humanos que viven mirándose el ombligo. Si tuvieran ganas de una milanesa, subirían con un calentador primus, una sartén y la freirían ahí nomás.
Porque lo que escasea, piensa el Señor Mayor mientras se sube al 42, es la palabra que más se repite en todos lados: empatía. El cebador de bondi jamás se pone en el lugar del pasajero que viaja a su lado ni se plantea lo que podría causar si perdiera el equilibrio: está dominado por el instinto infantil de la satisfacción inmediata. El Señor Mayor proyecta, entonces, los efectos digestivos de tanto mate en un viaje largo. Y respira aliviado porque él se baja en Colegiales.
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