La madama que tomó cocaína en la mesa de Mirtha Legrand

Noche de velorio en el puerto de Mar del Plata. El cortejo avanza lento por calles con olor a lobo marino y a fritanga. No es un luto habitual. Cunden los aplausos mientras de mano en mano se pasan cerveza en vasos de plástico o una botella de champán. A todo volumen, música de Sandro. Hay hasta un loro que mira todo bien de cerca. Es 2009 y la ciudad despide a Pepita la Pistolera como si se tratase de una patrona pagana, una reina del arrabal que gobernó con códigos propios. Allí, entre filetes de lanchas amarillas, neón de boliches y casas bajas, empieza -o termina- una historia donde el mundo policial y el pulso popular se anudan con el hilo resistente del mito.

Margarita Graciana Di Tullio nació el 15 de junio de 1948 en Mar del Plata. Hija de Antonio, italiano de manos curtidas (taxista, obrero), e Irene “Kita” Shoinsting, ama de casa, creció en la zona del puerto, ese barrio que combina el rugido de los camiones con la religiosidad de la Gruta de Lourdes. La criaron “como varón”: el padre la hizo boxear por dinero y le enseñó a tirar con un revólver.

Hay crónicas que la retratan, todavía niña, desvalijando alcancías de limosnas a los siete años, mientras a los diez ya maniobra armas de fuego con soltura. Es un retrato brutal y prematuro: violencia, destreza, hambre, y una ciudad que no perdona a quien nace en los márgenes.

A los diecisiete, en 1965, se casa con un marino, Francisco Dionisio Moreno. En el expediente local se lee el gesto de una familia que intenta “encauzarla”, encajarla en una vida normal. Duró poco. A mediados de los sesenta llega la primera detención por robo a mano armada -de un auto-, y el primer encierro, con paso por el penal de Dolores. Cuando vuelve a la calle, el bajo fondo marplatense ya la conoce por nombre y por carácter.

En los setenta, Marga entiende la noche como un territorio de ascenso: primero copera, luego madama, termina regenteando prostíbulos portuarios. Allí no sólo maneja puertas y copas; también administra lealtades, negocia con policías, escucha historias, garantiza -hasta donde sea posible- seguridad.

Su figura crece y su fama se vuelve magnética. No fue santa, dirán los suyos; pero cumplía la palabra. En un mundo donde las promesas se gastan, cumplir pesa más que hablar. Tuvo varios hijos. Uno de ellos, Gabriel Triviño, contaría después la versión familiar de la leyenda: la madre que dispara rápido, sí, pero también la que protege, sostiene, ampara, decide.

Pepita La Pistolera celebró con una fiesta el haber sido desvinculada del caso Cabezas. Foto: Archivo ClarínPepita La Pistolera celebró con una fiesta el haber sido desvinculada del caso Cabezas. Foto: Archivo Clarín

Pepita se afirmó en el marco del dormitorio y disparó cuatro veces.

Tres muertos en el pasillo

Su casa -ese espacio que era hogar, oficina, refugio y trampa- terminaría convirtiéndose en el escenario del hecho que la inmortalizó. La mañana del 20 de agosto de 1985, en la planta alta de Marcelo T. de Alvear 251, Marga escuchó pasos en la escalera. Recién cuando los vio en el descanso los reconoció: el “Tarta” Lozada, el hermano menor de este, y Américo Córdoba. Venían a cobrar lo que consideraban una deuda pendiente: una indemnización por haber trabajado en su pool, y la compra de un Ford Sierra.

En el departamento estaban sus hijos, un par de amigas y su pareja, Guillermo Schelling. El cruce verbal fue breve. Marga se afirmó en el marco del dormitorio, abrió un mueble y tomó un 38. Schelling cubrió la puerta con un Smith & Wesson.

Cuando los tres hombres avanzaron apenas un metro, ella disparó cuatro veces desde la habitación; detrás, en el pasillo, sonaron los tiros de Guillermo. Los hermanos Lozada y Córdoba cayeron en el acto. Marga no huyó: esperó arriba. Minutos después, la Policía subió y la detuvo en el lugar.

La versión de Marga hablaría de amenazas y defensa; la instrucción fijaría que los visitantes estaban desarmados. Lo que no discutió nadie fue el efecto: en tres días, una crónica de La Capital fijó el apodo que ya no la dejaría -“Pepita la Pistolera”-. Un año más tarde, la Cámara tipificó “exceso en la legítima defensa” y la excarceló.

En los noventa, su nombre aparece en investigaciones por drogas y, mediáticamente, se la mencionó en torno a la banda que mató a José Luis Cabezas en 1997. La Cámara marplatense habló de “montaje” y de un arma “plantada”. Quedó desvinculada.

Pepita, jugando con un arma de fuego. Foto: Archivo Clarín.Pepita, jugando con un arma de fuego. Foto: Archivo Clarín.

Su dominio de las armas era real. Prefería los revólveres, por confiables, por inmediatos.

Luminaria del hampa

El fin de la década la arrima a un escándalo institucional: el del juez Jorge García Collins, quien renuncia tras verse involucrado en escuchas y en recibir dinero de Pepita. La mujer se convierte en un personaje de cultura masiva: anécdotas que ruedan por televisión, presencias luminosas en programas imposibles (se la recuerda, tomando cocaína en un almuerzo con Mirtha Legrand).

La prensa la busca; ella elige cuándo hablar. Hay una Pepita para la cámara -la frase de efecto, la escena picaresca, el exabrupto- y otra para el fuero privado: la que se parapeta en su casa del puerto, cuida a los suyos, vigila la puerta a la madrugada y negocia treguas.

El repertorio de escenas atribuidas a Pepita es inagotable: un cura que apura la bendición al verla entrar, una noche en la que detiene una pelea de cuchillos con un disparo al techo, una caminata solitaria por los muelles, de madrugada, mientras cuenta billetes. No son pruebas, son postales de una leyenda: no alcanzan para explicarla, pero sí para evocarla.

Lo que sí se sabe: su dominio de las armas era real. Prefería los revólveres, por confiables, por inmediatos. El gesto de llevar dos cartucheras cruzadas no era pose: era emblema, multiplicado en cada paso.

Entierro de Margarita Di Tullio, en 2009. Foto. Archivo ClarínEntierro de Margarita Di Tullio, en 2009. Foto. Archivo Clarín

En la Mar del Plata del puerto se la sigue nombrando. No fue una nota de color, fue un síntoma.

El adiós a la Pistolera

En 2009, dos meses después de un ACV, muere a los 61. El adiós confirma lo que la vida sugería: Pepita fue, para muchos, una jefa sin cargos, una mujer que construyó poder en los márgenes sin pedir permiso. Su funeral -esa caravana con Sandro- no fue una excentricidad kitsch: fue el rito popular de una comunidad que reconoce a los suyos.

Pepita la Pistolera es hija de un tiempo y de un territorio: una Argentina que despierta a la democracia entre boliches de luces de neón, policías cómplices, prostíbulos de puerta vaivén, jueces amigos, códigos nocturnos y un puerto donde conviven santos y bandidos.

Las historias, cuando insisten, se convierten en espectáculo con guion. Desde hace años, su figura ronda la pantalla. En 2025 se empezó a rodar La Pistolera: la leyenda de Pepita, con Luisana Lopilato y dirección de Lucía Puenzo. Es más que una biopic: es la señal de que el mito exige una relectura.

La cultura popular necesita volver sobre sus santos laicos, sus villanas, para entender el pulso de una época. Y tiene sentido: Pepita condensa preguntas que siempre incomodan -sobre la clase, el género, las violencias e injusticias- y lo hace con esa ambigüedad de quien no calza casi en ningún molde. En la Mar del Plata del puerto (no la de las postales turísticas ni la de las temporadas de teatro), la siguen nombrando.

Pepita no fue una nota de color: fue un síntoma. Y los síntomas sociales no describen solo un instante sino que revelan un estado de cosas mucho más complejo. No se comprenden del todo en el momento, porque no miran con nostalgia hacia el pasado ni prometen consuelo en el porvenir. Señalan, más bien, eso que el presente no puede -o no se atreve a- decir con claridad.

fuente: CLARIN

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