
El primer signo de civilización no fue una rueda o el descubrimiento del fuego, fue un fémur curado. Eso dijo en una oportunidad la famosa antropóloga Margaret Mead cuando le preguntaron sobre el tema. En la antigüedad, un hueso roto que impidiera caminar era una sentencia de muerte.
El primer hueso que sanó cuenta la historia de alguien que se quedó a cuidar a otro que no podía sobrevivir solo. Ese gesto es, probablemente, el origen mismo de la comunidad: en algún punto de nuestra evolución comprendimos que juntos sobrevivíamos, que juntos éramos más fuertes.
Uno de los hallazgos más relevantes de la neurociencia es que nuestro sistema neuronal está programado para conectar con otras personas. Somos, por diseño, seres sociales. La paradoja de nuestra era es que nunca hemos estado tan conectados y, al mismo tiempo, nunca antes nos hemos sentido tan solos.
La soledad, como síntoma de algo más profundo, se refleja en una tendencia creciente: muchas personas estrechan lazos emocionales con la inteligencia artificial, que, aunque no comprende el mundo con la tridimensionalidad de la experiencia humana, puede responder con empatía y disponibilidad, especialmente los modelos de lenguaje natural.
En 2025, el ranking Top 100 de casos de uso de la IA generativa ubicó “terapia y acompañamiento” en el puesto número uno (era #2 en 2024), esto revela una necesidad creciente: regular emociones, aliviar la ansiedad y contar con un “otro” siempre disponible y libre de juicios en una época donde la batería social se agota rápido.
El problema se intensifica en el trabajo: según el reporte “Estado Global del Lugar de Trabajo” de Gallup, en 2024 al menos el 20% de los trabajadores en Latinoamérica experimentó tristeza en su día a día y el 13% declaró sentirse solo. En otras regiones, los porcentajes son aún más altos.
Inteligencia social: la clave olvidada en medio de tanta conexión
Para Daniel Goleman -padre del concepto de inteligencia emocional-, la inteligencia social combina conciencia social (escuchar, conectar e interpretar pensamientos y emociones) y aptitud social (usar esa conciencia para interactuar con eficacia teniendo en cuenta las necesidades de otros).
En un mundo saturado de estímulos, las conexiones transaccionales pueden ser más cómodas, porque implican menor compromiso emocional. Pero nos alejan de lo que nos dio ventaja evolutiva: pertenecer a una comunidad, ser reconocidos y aprender de la interacción con otras personas. La incomodidad que sentimos cuando dejamos de lado comportamientos que nos ponen en sintonía con los demás confirma que las emociones no existen aisladas, siempre se moldean en la relación con otros.
Estimulando la inteligencia social en el trabajo
-Practica la empatía en lo cotidiano: Esto implica escuchar sin interrumpir, validar emociones de los demás en lugar de minimizarlas y preguntar con curiosidad genuina antes de dar un consejo. Frases como “entiendo que eso te haya frustrado” o “¿querés que te ayude a pensar opciones o solo que te escuche?” marcan la diferencia. La empatía se demuestra en pequeños gestos repetidos, no en grandes declaraciones.
-Ofrecer reconocimiento explícito: En muchos países de Latinoamérica, dar o recibir un cumplido puede resultar incómodo. Sentimos que nos expone, que hay un interés oculto detrás, o simplemente no sabemos cómo responder porque no nos enseñaron a hacerlo. Esa incomodidad lleva a evitarlo. Sin embargo, reconocer el esfuerzo de un compañero —con algo tan sencillo como un “te vi esforzándote en eso” o un “me ayudó mucho lo que hiciste”— fortalece vínculos de confianza y activa un círculo virtuoso de colaboración. El reconocimiento es una necesidad psicológica y contribuye a sostener relaciones humanas sanas en cualquier entorno.
¿Puede la IA ayudarnos a desarrollar nuestra inteligencia social?
La inteligencia artificial puede ser una aliada si la usamos como espacio de práctica y no como sustituto de las relaciones humanas. Los modelos de lenguaje permiten ensayar conversaciones difíciles, pedir retroalimentación sobre nuestro estilo comunicacional o entrenar respuestas empáticas en un entorno seguro. Sin embargo, la inteligencia social solo se consolida en la interacción persona-persona, incluso si la interacción se da en entornos virtuales: mirar a alguien a los ojos, escuchar sus silencios, sostener la incomodidad de un desacuerdo. La IA puede expandir nuestras capacidades, pero nunca reemplazar la experiencia genuina de estar con otros.
La civilización comenzó el día en que descubrimos que sobrevivir dependía de ayudarnos mutuamente. Ese gesto fundacional nos recordó que lo humano no está en la fuerza individual, sino en la capacidad de tejer vínculos.
Hoy, mientras la inteligencia artificial expande lo que podemos hacer, el mayor desafío no es que las máquinas nos entiendan. Sino que nosotros sigamos eligiendo entendernos unos a otros.
Carmen Militza Buinizkiy, CEO de Courage Strategies Consulting y experta en Transformación Digital
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