
Fue en 1958 cuando una empresa química descubrió por primera vez que su nuevo herbicida parecía ser tóxico para el humano, “principalmente por afectar al sistema nervioso central”, como documentó entonces un científico de la empresa.
La empresa se guardó sus preocupaciones, así como sus investigaciones posteriores, que indicaban que grandes dosis provocaban temblores en ratones y ratas.
Eso se debió a que el herbicida, el paraquat, era maravilloso para acabar con las malas hierbas.
Y rentable.
Con el paso de las décadas se convirtió, según declaró con orgullo un ejecutivo, en un “éxito de ventas”. En 2018, se utilizaron unos 17 millones de libras en todo Estados Unidos, el doble que seis años antes.
Con el auge de la industria y la proliferación de toxinas agrícolas e industriales como el paraquat en el período de posguerra, otra cosa también ha crecido: la enfermedad de Parkinson.
Antaño casi desconocida, la dolencia se identificó por primera vez en 1817, cuando James Parkinson describió a un pequeño grupo de ancianos con lo que llamó “la parálisis temblorosa”.
Eso ocurrió en el contaminado Londres, y ahora se sabe que la contaminación atmosférica es un factor de riesgo de la enfermedad.

Actualmente se diagnostican unos 90.000 casos de párkinson al año en Estados Unidos, aproximadamente uno cada seis minutos en promedio.
Es la enfermedad neurodegenerativa de más rápido crecimiento en el mundo, y causa temblores, rigidez y problemas de equilibrio.
También es la 13.a causa de muerte en Estados Unidos.
Un factor de su aumento puede ser la forma en que hemos llegado a vivir, pues cada vez hay más evidencias que la relacionan con una serie de pesticidas y sustancias químicas industriales, como el paraquat y las sustancias utilizadas en la limpieza de ropa en seco.

“Las sustancias químicas presentes en nuestros alimentos, agua y aire han creado esta enfermedad, en gran medida provocada por el hombre”, escriben dos expertos en párkinson, Ray Dorsey y Michael Okun, en un nuevo libro,
The Parkinson Plan
. “Estas sustancias químicas están a nuestro alrededor, y ninguna es necesaria”.
Dorsey y Okun, quienes entre los dos han publicado más de mil artículos y han atendido a más de 10.000 personas con párkinson, describen la enfermedad como una pandemia, pero causada no por un virus, sino por “una nueva clase de ‘vectores’, incluidos los pesticidas en nuestros alimentos, los disolventes industriales en nuestra agua y la contaminación en nuestro aire”.
Michael J. Fox, el actor que desarrolló párkinson y luego creó una fundación para hacer frente a la enfermedad, cree que lo más probable es que fuera así como contrajo la enfermedad:
una exposición a “algún tipo de sustancia química”, dijo.
Sin embargo, para Fox y para la mayoría de los que padecen la enfermedad, la causalidad sigue siendo turbia y los mecanismos no se comprenden del todo.

La genética parece desempeñar un papel solo en un pequeño porcentaje de casos, mientras que los factores ambientales parecen dominantes.
Los investigadores y los organismos reguladores discrepan sobre el grado de responsabilidad de los plaguicidas, y la Agencia de Protección Ambiental (EPA por si sigla en inglés) sigue permitiendo el uso del paraquat en Estados Unidos, incluso cuando decenas de otros países lo han prohibido.
En ese sentido, el paraquat simboliza los retos de la salud medioambiental y la regulación química.
Las evidencias se acumulan, pero invariablemente hay lagunas y contradicciones. Las empresas, siguiendo el manual de la industria del tabaco, contratan a grupos de presión y destacan las incertidumbres.
Y a menudo el proceso regulador se alarga mientras las empresas ganan dinero y la gente enferma.
Mientras tanto, hay una creciente montaña de evidencias imperfectas pero preocupantes.
Este mismo año, un estudio descubrió que vivir a menos de un kilómetro y medio de un campo de golf duplica con creces las probabilidades de que una persona desarrolle párkinson.
Una teoría es que se debe a que los campos de golf utilizan pesticidas.
Entonces, ¿cómo nos protegemos a nosotros mismos y a nuestros hijos?
¿Cómo evitamos seguir los pasos de Steve Phillips, un exitoso consultor de liderazgo que a los 56 años estaba celebrando un banquete para ejecutivos de empresa cuando se dio cuenta de que su mano izquierda no funcionaba correctamente?

Pensó que podría tratarse de fatiga.
Pero luego se dio cuenta de que su pie izquierdo a veces parecía atascado.
Finalmente, le diagnosticaron párkinson.
“Prácticamente acabó con mi carrera”, me dijo Phillips, que ahora tiene 73 años.

“Y diría que básicamente destruyó mi matrimonio”.
Al principio no sabía cómo podía haber contraído la enfermedad, y luego leyó la investigación científica que relacionaba la enfermedad con el paraquat.
Durante dos veranos, cuando tenía 16 y 17 años, Phillips había trabajado en una granja, rociando los campos con paraquat.
“Era un adolescente ingenuo”, recuerda.
“Llevaba puestas las gafas de sol y un pañuelo alrededor de la cara, y pensaba que esa era toda la protección que necesitaba”.
Entonces, ¿Phillips sabe que fue el paraquat lo que le causó el párkinson?
“¿Estoy completamente seguro? No, no puedo estarlo”, me dijo.
“Pero es lo único a lo que puedo señalar”.
Phillips es una de las más de 6000 personas con párkinson que han demandado a los fabricantes de paraquat, en particular a Syngenta, una empresa suiza heredera de la compañía que inventó el paraquat y que realizó los estudios a partir de la década de 1950 que en algunos casos apuntaban a problemas de salud con la sustancia.
En 2022, The Guardian y The New Lede, una publicación ecologista, obtuvieron un conjunto histórico de estos documentos internos de Syngenta sobre el paraquat.
Los documentos, que se habían aportado como evidencia en una demanda contra la empresa, están ahora disponibles en internet como los Paraquat Papers.
Los documentos demuestran que, incluso cuando la industria ridiculizaba públicamente los problemas de salud, se preocupaba por el paraquat y los riesgos de responsabilidad legal.
Ya en 1975, un científico de la empresa describió los riesgos legales como “un problema bastante terrible”.
Pero un documento estratégico de 2003 aclamaba al paraquat como un producto muy vendido que Syngenta debía “defender enérgicamente”. Y así lo hizo.
Los documentos también mostraban que la empresa se esforzó por desacreditar a una experta en pesticidas, Deborah Cory-Slechta, a quien se estaba considerando para un puesto en un panel asesor de la EPA.
No consiguió el puesto.
Llamé a Saswato Das, vocero de Syngenta, y argumentó que el juicio contra el paraquat ha sido precipitado.
Das señaló, correctamente, que algunos grandes estudios no han relacionado el paraquat con el párkinson y que algunos expertos son escépticos sobre una conexión causal directa.
Una cuidadosa revisión realizada el año pasado por el Departamento de Regulación de Plaguicidas de California, por ejemplo, concluyó que el paraquat puede tener un papel en el párkinson junto con otros factores (como ciertos genes, otros plaguicidas o lesiones en la cabeza).
Pero concluyó que “actualmente no hay evidencias suficientes para demostrar una asociación causal directa con la exposición al paraquat y el aumento del riesgo de desarrollar la enfermedad de Parkinson”.
Mmm.
Es cierto que la causalidad directa es compleja y difícil de demostrar más allá de toda duda.
No podemos exponer a niños al paraquat en un laboratorio, encerrarlos durante 50 años y luego comparar sus tasas de párkinson con las de un grupo de control expuesto a otra cosa.
Lo que sí podemos hacer es sopesar los numerosos estudios observacionales que relacionan la exposición a plaguicidas al párkinson, añadir los experimentos que muestran que dosis muy elevadas de paraquat producen características similares al párkinson en ratones de laboratorio y considerar también las evidencias de una relación dosis-respuesta en la que exposiciones más elevadas parecen vinculadas a más casos de párkinson.
Estas evidencias acumuladas son aleccionadoras, aunque imperfectas, y creo que la mayoría de nosotros llegaríamos a la conclusión de que lo importante no son las pruebas absolutas, sino mantener a salvo a nuestros hijos.
También hay otros riesgos asociados al párkinson.
Hay evidencia que relaciona la enfermedad con otros pesticidas; con traumatismos craneoencefálicos; con la contaminación atmosférica, y especialmente con dos sustancias químicas que se han utilizado en la limpieza en seco tradicional de ropa, el tricloroetileno y el percloroetileno, también conocidos como TCE y PCE.
Si eres aficionado al baloncesto, quizá recuerdes a Brian Grant, ala-pívot de la NBA durante 12 temporadas, en Sacramento; Portland, Oregón; Miami; Los Ángeles, y Phoenix. Grant, que ahora tiene 53 años y está retirado, tenía un padre que era marine, por lo que a los 2 y 3 años vivió en Camp Lejeune, una base militar de Carolina del Norte.
Décadas más tarde, al final de su carrera como jugador profesional de baloncesto, Grant descubrió que su cuerpo no siempre respondía.
“Me sentía descoordinado”, me dijo.
Entonces empezó a tener problemas para saltar con la pierna izquierda, y desarrolló un tic.
Se retiró del baloncesto en 2006.
“No había forma de que pudiera jugar”, me dijo, y entonces cayó en la desesperación.
“Entré en una depresión profunda y oscura”, recordó.
“Estaba muy enojado y molesto, y no era el tipo de persona con la que quisieras estar”.
Finalmente, Grant consultó a un neurólogo, quien le diagnosticó párkinson.
No tenía ni idea de cómo podía haber contraído la enfermedad, pero entonces una experta en párkinson leyó sus memorias, Rebound.
“¡Dios mío!”, dijo, “¡estuviste en Camp Lejeune!”.
Durante gran parte de las décadas de 1950, 1960 y 1970, incluyendo cuando Grant era pequeño, el suministro de agua de Camp Lejeune estuvo gravemente contaminado con PCE y TCE, en gran parte por vertidos químicos de una tintorería cercana a la base.
Décadas después, un estudio de seguimiento descubrió que los veteranos de Camp Lejeune tenían un 70 por ciento más de probabilidades de desarrollar párkinson que quienes sirvieron en otra base de los marines, Camp Pendleton.
Así que Grant no puede estar seguro, pero sospecha que vivir en Camp Lejeune puede ser la causa de su párkinson.
Grant, que ahora vive en Portland, Oregón, creó en 2010 la Fundación Brian Grant para apoyar a las personas que padecen la enfermedad.
Y le preocupa que sigan produciéndose exposiciones innecesarias como la que él sufrió de niño.
“Sabemos lo que las sustancias químicas pueden hacernos”, dijo. “Sin embargo, seguimos permitiendo que se utilicen”.
Esto es más cierto en Estados Unidos que en otros países.
Examinando las mismas evidencias, los reguladores de otros países han actuado a menudo con más vigor para proteger la salud pública.
Así, mientras la EPA sigue permitiendo el uso del paraquat en los campos de Estados Unidos (aunque ya no en los campos de golf), los organismos reguladores lo han prohibido en la Unión Europea, China, Brasil y otras decenas de países (aunque a menudo para evitar el suicidio por beberlo, más que para reducir el riesgo de párkinson).
Cuando Robert F. Kennedy Jr. se incorporó al gobierno de Donald Trump, algunos activistas pensaron que podría ser más duro con las empresas químicas.
Pero no ha sido así; Kennedy parece más inclinado a hacer una persecución contra las vacunas que salvan vidas.
Paradójicamente, la mayor parte del paraquat utilizado en Estados Unidos se fabrica en el Reino Unido y China, donde no puede utilizarse legalmente. Pero está bien producirlo allí y venderlo a Estados Unidos, donde la regulación es más laxa.
No siempre fue así. Estados Unidos fue una vez un modelo de regulación sanitaria en un contexto de incertidumbre.
En 1960, una valiente científica de la Administración de Alimentos y Medicamentos, Frances Oldham Kelsey, se mantuvo firme frente a la presión de la industria y se negó a aprobar la talidomida en Estados Unidos, aun cuando Canadá y Europa la permitían como somnífero para mujeres embarazadas.
Kelsey no actuó basándose en pruebas absolutas de que la talidomida fuera perjudicial, sino en el peso de evidencias imperfectas.
Como resultado, Estados Unidos se libró de la oleada de horribles defectos congénitos que la talidomida provocó en otros países.
Por eso, en 1962, el presidente John F. Kennedy le concedió a Kelsey un reconocimiento por su “juicio excepcional”.
Sin embargo, en las últimas décadas, los reguladores estadounidenses se han vuelto temerosos y a menudo han cedido ante las industrias que fabrican productos insalubres, más que en el extranjero.
Europa frenó sobre todo el uso de pintura con plomo mucho antes que Estados Unidos (¡Francia empezó a actuar en 1909!), y los europeos actuaron más agresivamente que Estados Unidos a la hora de limitar las sustancias químicas que alteran el sistema endocrino, como los retardantes de llama, los ftalatos y los PFAS, las llamadas sustancias químicas eternas.
Europa también restringe muchos aditivos alimentarios e ingredientes cosméticos que se siguen utilizando en Estados Unidos.
Esencialmente, Europa prohíbe las sustancias sobre las que alberga dudas, mientras que Estados Unidos tiende a permitirlas a menos que haya evidencia sólida de que son perjudiciales.
Esto puede tener algo que ver con los millones que las empresas gastan en grupos de presión (77 millones de dólares el año pasado solo por la industria química) y en donaciones a candidatos políticos.
Las industrias de los cigarrillos, la pintura con plomo, el asbesto, los analgésicos recetados y los productos químicos han eludido repetidamente a los reguladores insistiendo en que sería prematuro actuar.
En lugar de debatir leyes y reglamentos, las empresas contrataron ejércitos de personas mercenarias con doctorado para regatear sobre la ciencia, lo que dejaba a los legisladores demasiado desconcertados para regular.
En 1969, la American Tobacco Company publicó un anuncio, “Why We’re Dropping The New York Times” (Por qué dejamos The New York Times), en el que denunciaba a los “activistas anticigarrillos” del Times.
El anuncio declaraba: “Claro que hay estadísticas que asocian el cáncer de pulmón y los cigarros.
Hay estadísticas que asocian el cáncer de pulmón con el divorcio, e incluso con la falta de sueño.
Pero ningún científico ha presentado pruebas clínicas o biológicas de que los cigarros causen las enfermedades de las que se les acusa”.
“Creemos que la teoría anticigarrillos es una acusación injusta”, declaró la empresa. Eso se parece a la defensa actual del paraquat por parte de Syngenta.
Syngenta rechaza los hallazgos negativos, y ha apuntado en su lugar hacia los que son favorables.
Rechaza los experimentos con animales que los críticos señalan, indicando que implicaban la inyección de grandes cantidades de paraquat en animales, algo que no es probable que le ocurra a un ser humano.
Y, sobre todo, insiste en que no hay pruebas de causalidad.
“Syngenta rechaza las afirmaciones de una relación causal entre el paraquat y la enfermedad de Parkinson porque no está respaldada por evidencias científicas”, afirma la empresa.
“A pesar de décadas de investigación y más de 1200 estudios epidemiológicos y de laboratorio sobre el paraquat, ningún científico o médico ha concluido nunca en un análisis científico revisado por pares que el paraquat cause la enfermedad de Parkinson”.
En un sentido estricto, esto puede ser cierto.
Pero, como dice Caroline Tanner, catedrática de neurología de la Universidad de California, campus San Francisco, quien ha realizado importantes investigaciones sobre el paraquat y el párkinson:
“Están haciendo juegos de palabras”.
Los científicos son cuidadosos y trabajan progresivamente.
Ningún estudio observacional por sí solo va a demostrar la causalidad.
Pero si uno junta la montaña de estudios en humanos y animales que se han acumulado, es difícil evitar la conclusión de que no querrías que tu hijo se expusiera regularmente a los pesticidas.
Concediendo una medida de incertidumbre, no me parece obvio por qué la política pública debería conceder a las sustancias químicas el beneficio de la duda sobre la salud de los niños.
Sin embargo, para ser justos, debemos reconocer que regular la salud medioambiental conlleva contrapartidas.
Prohibir el paraquat podría reducir el rendimiento agrícola o encarecer las frutas y verduras (igual que los alimentos ecológicos son más caros).
Y Syngenta afirma que el paraquat se une a las partículas de arcilla, de modo que hay menos escorrentía hacia las vías fluviales que con otros herbicidas.
También es cierto que, aunque los activistas de la salud medioambiental tienen un historial excelente, ha habido pasos en falso.
Creo que hicimos bien en prohibir el DDT en Estados Unidos, pero nos apresuramos demasiado a oponernos a los usos de bajo nivel en países empobrecidos del extranjero, donde era una herramienta para reducir las muertes por paludismo.
Después, el paludismo repuntó, y el número estimado de muertes se disparó hasta alcanzar un máximo de unas 917.000 en 2004, frente a las 638.000 de 1980.
Me temo que cientos de miles de personas de países pobres pueden haber muerto a causa de nuestro activismo bienintencionado.
Aun así, esto solo muestra que la política pública es un reto.
Desde luego, eso no es un argumento para exigir pruebas absolutas de causalidad antes de actuar para protegernos.
Le pregunté a Syngenta si la empresa utiliza paraquat en sus propios terrenos, pero entonces me di cuenta de que no puede, porque su sede está en Suiza, que prohíbe el producto químico; su base de fabricación de paraquat está en el Reino Unido, que también prohíbe su uso, y su propietario final es una empresa de China, donde el paraquat también está prohibido.
Tras leer The Parkinson Plan, yo mismo tomé algunas precauciones.
Compré sustancias para lavar frutas y verduras, que ayudan a eliminar los residuos de pesticidas. (Ya compro productos orgánicos.)
Y seguiré el consejo de Okun, uno de los autores, de intentar utilizar tintorerías ecológicas y de quitar los envoltorios de plástico de la ropa y airearla antes de ponérmela.
¿Es necesario?
No lo sé.
Pero el párkinson es cada vez más frecuente, y no quiero que me afecte a mí ni a mis seres queridos.
La salud medioambiental es difícil.
Requiere hacer malabarismos para llegar a soluciones de compromiso y tomar decisiones complejas con conocimientos insuficientes.
Sin embargo, debido a los incentivos de ganancia, nos esforzamos mucho más en arrojar toxinas a nuestro ecosistema que en protegernos de ellas. Desafortunadamente, el gobierno de Estados Unidos —más que otros gobiernos— se inclina más por mantener a salvo a las empresas químicas que por proteger a nuestras familias.
c. 2025 The New York Times Company
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