
Insomnio largo y bostezos pastosos por la mañana, en medio de una reunión a la que debías asistir con los sentidos afilados: la estación se llama jet lag y no hay manera de esquivarla, cuando un viaje que atraviesa en poco tiempo varias zonas horarias pone patas arriba el reloj biológico.
Tiene que ver con la luz. La naturaleza tarda en adaptarse. Se supone que allá todavía es de día y el cerebro no se enteró de que estoy de regreso, donde a esta hora manda la oscuridad y las persianas de las ventanas vecinas han bajado como párpados.
El buen deseo que se intercambia al terminar una jornada — “Que descanses” — cae en saco roto para un ritmo circadiano alterado. Van dos noches en vela y escribo a las 4 de la mañana porque para mi cuerpo todavía son las 23.
La ciencia estudia el fenómeno del desfase horario desde mediados de los años 60, cuando la popularización de los viajes en avión masificó sus efectos. Las líneas aéreas alertaron sobre su impacto, preocupadas por la salud de las tripulaciones y el modo en que afectaba su humor. Un contexto que se filtra en “Jet Lag”, la comedia que a principios de este siglo Cesc Gay y la compañía catalana T de Teatre dedicaron a la vida cotidiana de cinco amigas, entre ellas, Silvia, Carla y Esther, tres azafatas de una low cost, cuyos virajes temporales condimentan la rutina treintañera.
Puestos a hacer del vicio virtud, el jet lag puede descubrirse mirador. Mientras la casa yace como un animal dormido, cada rincón cuenta una historia. El cuadrito de Klaudio Garma afincado en la biblioteca, por ejemplo: un acrílico sobre tela de 10 x 16 centímetros, que encontré en Ushuaia y viajó conmigo a Madrid. Pintado en medio del Atlántico Sur, cuando el artista marinero estaba embarcado, es un amuleto que nombra en colores Tierra del Fuego desde otro hemisferio.

Ese faro rojiblanco, guardián del fin del mundo, existe en un islote del conjunto Les Éclaireurs. Entre exploradores persevera y su imagen sintetiza la noción de lejanía. La soledad del marino se parece a la del insomne, pura deriva e inmensidad. Se imponen, no hay cómo quitarse la presión de la noche ni modo de eludir el abrazo del mar.
El mismo jet lag que diluye el descanso vuelve espesa la reacción. Esa resaca del viaje demuestra que la biología ancestral le marca el paso a la vertiginosa cultura trotamundos. Touché. Algo de mí tardará un poco más en aterrizar.
Sobre la firma

Raquel Garzón
Periodista y poeta, construyó una carrera a ambos lados del Atlántico. Es autora de cinco libros de poemas, entre ellos, “Riesgos de la noche” y “Monstruos privados”, ambos publicados por Alción. rgarzon@clarin.com
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