
Vivimos un tiempo de aceleración. La tecnología ya no es un ámbito especializado, sino el tejido mismo de la vida cotidiana. Cada día tomamos decisiones, nos informamos, trabajamos y opinamos a través de pantallas. Internet y la inteligencia artificial transformaron la manera en que se construyen las identidades, se organiza la política y se ejerce el poder.
Las redes sociales se convirtieron en el principal espacio público de las democracias contemporáneas. Democratizaron la palabra, pero también abrieron un campo fértil para la manipulación y la desinformación. En ese escenario, la verdad ya no compite solo con la velocidad o la viralidad, sino con las emociones que la impulsan. Y el ciudadano se mueve en un entorno donde la información fiable se mezcla con rumores, teorías conspirativas y discursos de odio.
Según datos de Voices y WIN, tres de cada cuatro argentinos consideran que la desinformación debilita la democracia y aumenta la polarización, aunque la mayoría no verifica lo que lee. El cansancio informativo y la ansiedad dificultan detenerse a contrastar fuentes. Más de la mitad percibe las redes como agresivas y uno de cada dos ha sufrido acoso o violencia digital, especialmente los jóvenes, y mujeres.
Las plataformas empoderan, pero también desgastan. Ocho de cada diez argentinos reportan problemas de sueño o molestias físicas asociados a un uso prolongado de dispositivos, y la mayoría admite haber reducido el tiempo con familia o amigos. La soledad y la ansiedad aumentan en un entorno de conexión constante. La paradoja es evidente: nunca fue tan fácil comunicarse, y nunca costó tanto escucharse.
La irrupción de la inteligencia artificial generativa amplificó estos dilemas. Lo que parecía futurista ya es parte de la rutina: la IA redacta textos, genera imágenes, diagnostica enfermedades o escribe códigos. Sus beneficios son enormes, pero también plantea interrogantes éticos: ¿quién controla los datos?, ¿cómo se definen los sesgos?, ¿qué pasa con el trabajo o la autoría?
El conocimiento sobre IA crece rápido. Según el Pew Research Center, ocho de cada diez adultos en el mundo han oído hablar del tema. Pero al indagar cómo se siente la gente ante el aumento del uso de la IA en la vida diaria, predomina la cautela: el 34% de la población global se declara preocupada frente al 16% que se muestra entusiasmada. En Argentina, las diferencias generacionales son claras: solo el 25% de los jóvenes dice estar preocupado, frente al 51% de los mayores de 50 años.
La inquietud central es quién regula y con qué criterios. Apenas un tercio de los argentinos confía en la capacidad del Estado para hacerlo, mientras que a nivel mundial el 55% prefiere marcos nacionales antes que quedarse en manos de grandes potencias o corporaciones. En este contexto, la Unión Europea como el actor más confiable, con legislación de privacidad y normas que buscan equilibrar innovación y derechos ciudadanos.
Ocho de cada diez argentinos defienden la libertad de expresión en línea como un derecho esencial, pero exigen transparencia en los algoritmos y mayor seguridad ante delitos, acoso y discursos de odio. La mayoría considera que el Estado debe promover educación digital e intervenir sobre los contenidos dañinos. La sociedad percibe que la responsabilidad debe ser compartida entre usuarios, empresas y gobiernos.
La relación con la tecnología es ambivalente. Internet se valora por su utilidad —informar, conectar, trabajar—, pero también abruma y genera estrés. Los delitos informáticos crecen, y casi la mitad de los usuarios teme por su privacidad. La gente confía más en las instituciones educativas que en los gobiernos o en los políticos, lo que convierte a la educación en un actor clave para formar pensamiento crítico y promover un uso responsable.
La IA puede ser una aliada poderosa en la salud y la educación. En medicina, ya se usa para detectar enfermedades con mayor precisión y anticipar tratamientos personalizados. En el aula, puede facilitar el aprendizaje, ayudar a docentes a personalizar estrategias y abrir acceso a recursos de calidad. Pero, sin un marco ético, estos avances corren el riesgo de concentrar poder y ampliar desigualdades.
El impacto en la salud mental emerge como un eje crítico. La exposición constante, la comparación social y el flujo incesante de estímulos generan agotamiento. Uno de cada cuatro jóvenes experimenta síntomas de estrés digital, y la ansiedad por desconexión crece: muchos sienten frustración o tristeza si no pueden acceder a las redes. Las plataformas, diseñadas para capturar atención, alteran el descanso, el humor y la autoestima.
El desafío es recuperar el control. Revalorizar la pausa, el silencio y el encuentro humano. Comprender que la tecnología debe estar al servicio del bienestar, no al revés. La educación digital no consiste solo en enseñar a usar herramientas, sino en aprender a pensar: distinguir verdad de manipulación, entender cómo operan los algoritmos y cultivar la empatía en la interacción virtual.
La inteligencia artificial amplifica tanto lo mejor como lo peor de nosotros. Puede democratizar el conocimiento y mejorar la calidad de vida, pero también erosionar la confianza y profundizar la desigualdad. Por eso, la regulación no debe entenderse como freno, sino como garantía de un desarrollo humano sostenible. El desafío no es solo tecnológico, sino cívico: construir instituciones, marcos éticos y prácticas sociales que pongan el bienestar humano en el centro.
El futuro será simultáneamente tecnológico y humano, si logramos orientar la innovación hacia el bien común. Las máquinas pueden procesar datos, pero solo las personas pueden darles sentido. La pregunta no es si la IA cambiará el mundo —ya lo está haciendo—, sino qué tipo de mundo elegimos construir con ella.
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