
Hace pocos años fallecía uno de los más grandes humoristas gráficos que acompañó nuestra adolescencia y la entrada en la adultez, el inolvidable Quino.
Uno de sus emblemas, de los tantos que poblaron nuestras vidas y de los tantos que se universalizaron, fue sin duda, el machete policial, que él llamó muy originalmente, “el palito de abollar ideologías”. Hoy en día resulta imprescindible para acompañar este mundo de Hood Robin, en donde se castiga a los que menos pueden para enriquecer a los que más tienen.
El “palito” convertido en garrote gigante que transformó, no solamente nuestras ideologías y sin duda nuestra civilización, se llama “revolución digital” con Inteligencia Artificial incluida. Nos llegó y golpea segundo a segundo, literalmente, haciendo evolucionar a la Humanidad y a todas las personas, acordemos o no.
Y más que hacernos evolucionar, nos transforma en consumidores esporádicos o habituales y, por qué no, a muchos coloca en el lugar de “adictos” a las nuevas tecnologías. Bueno, eso de “nuevas” es relativo, ya que tendríamos que remontarnos a los últimos, aproximadamente, 50 años para empezar a hablar de “revolución digital”.
Pero detengámonos un momento a reflexionar en qué fue y por qué lo colocamos en un lugar que definimos como adicción. Como sucede en toda compulsión, lo que primero apareció ha sido un acercamiento paulatino, temporario, hasta llegar a hacerse cotidiano y asentarse en una adicción.
El adicto es aquel que, como su palabra lo define, carece de palabra, el prefijo a denota no, y dicto proviene de dictu, que quiere decir palabra. Por lo tanto, adicto es el que no habla, o si lo hace es con una palabra totalmente vacía. También se define al adicto como aquella persona que pertenece a una secta, tribu o grupo y que obedece a un líder o jefe. En la adicción ese liderazgo se le otorga a una persona u objeto que se hace necesario e imprescindible, por ejemplo, droga, juego, amor, trabajo, máquina.
La palabra fue siendo sustituida, poco a poco, por herramientas tecnológicas que empezaron a hablar por nosotros, ocupando ese lugar de necesidad, y sabemos que la necesidad es algo que no se puede posponer y hay que satisfacer. Esa “dependencia persistente” y continua fue ocupando un lugar imposible de abandonar.
Hoy nadie duda de que el cambio tecnológico fue profundo. Basta recordar la llegada de la célebre Clementina, la primera computadora en nuestro país, a comienzos de la década del ’60. Ocupaba toda una habitación, necesitaba un lugar especialmente construido, contaba con una memoria de 5 KB y tardaba dos horas en encenderse totalmente.
Pero lo que de verdad encendió la chispa cultural fue algo mucho más lúdico: el video juego Space Invaders, encerrado en un mueble con pantalla y botones y que inauguró la triada Hombre-Consola-Pantalla (HCP). Desde allí, la revolución digital se volvió imparable.
Como la máquina a vapor dio lugar a la revolución industrial, la revolución digital fue produciendo una nueva Civilización.
A finales del siglo XX, aquella revolución mental gestada en California abrió la puerta a una revolución tecnológica. Computadoras personales como la Commodore 64 o la IBM PC marcaron un antes y un después. El lenguaje analógico cedió ante el digital: textos, sonidos e imágenes pasaron a traducirse en secuencias de 0 y 1.
Internet y la web eliminaron intermediarios: los correos electrónicos reemplazaron al correo tradicional, el comercio se trasladó a Amazon, los viajes a portales online, los mapas y los interrogantes al Oráculo del Delfos moderno llamado Google o Chat GPT.
Mientras tanto, el ser humano deja de ocupar un lugar de pasividad, abandonando ser un espectador y empieza a activarse, moviéndose por la web, se elimina la linealidad a la que ha estado acostumbrado. La web funciona como la asociación libre en el psicoanálisis. Se van abriendo y abriendo puertas que no tienen fin, a través de esos subrayados en azul que tienen algunas palabras, y van levantando cubrimientos y espacios nuevos inagotables a medida que aparecen.
Cuando trabajamos en psicología clínica con tests gráficos, uno de los más utilizados y conocidos es el denominado HTP, en donde se pide al consultante que dibuje, una casa, un árbol y una persona, house, tree, person, obviamente en inglés. Hoy el logotipo de esta nueva Civilización es otro HTP, Hombre-Teclado-Pantalla, en español y se cambió por el original, Hombre-Consola-Pantalla. Dos idiomas, inglés-español, dos lenguajes, analógico-digital.
Un descubrimiento fundamental llegó en el 2007, cuando Steve Jobs presentó el iPhone, símbolo indiscutible de esta era. Ese teléfono que no era sólo un teléfono se convirtió en una prótesis de la vida cotidiana.
El iPhone es un modernísimo videojuego, que se utiliza también como teléfono, donde se puede hablar gratis con todo el mundo, literalmente, por medio del Whatsapp, pero es una puerta para entrar a internet, conectarse con Facebook, Twitter, Instagram, X, navegar por la web, sacar fotos, mandar mails. Es una discoteca virtual a través de Spotify, es posible leer libros, al funcionar como un ebook, nos conecta con las redes sociales, con Youtube, con la capacidad de una computadora gigante, etc. Todo en forma “touch” y que cabe en una mano.
Y no me olvido de esa enciclopedia universal llamada Wikipedia, que se hace y se agranda todos los días con la participación de cualquiera que quiera hacerlo. Todo parece sencillo y económicamente barato, casi “gratis” en general, sólo basta tener una máquina, o como se llame, y conexión y acceso al mercado de las aplicaciones que por millones aparecen todos los días y el mundo se abre y se sigue abriendo.
iPhone, Facebook, Twitter, X, y por supuesto Google, son sólo herramientas del ultramundo Game, que va surgiendo, tal como lo define Alessandro Baricco, pero también son centrales para las generaciones llamadas millennials y centennials. Son su prótesis, su extensión, su articulación de su ser en el mundo.
Lo tecnológico no respeta edades, ni sexos. Todo, o casi todo, se hace en función de las propuestas de los mismos que están manejados por ese Gran Otro, al que obviamente no tenemos acceso.
Junto a los beneficios llegaron también los efectos secundarios: adicciones, nomofobia, egocentrismo, narcisismos elevados a la enésima potencia. El no tener en cuenta al otro, la no aceptación del otro diferente. La cultura de las selfies, la búsqueda permanente de aprobación, las fake news que se crean para perjudicar o desprestigiar al otro distinto, llamado enemigo, muy utilizadas en las políticas.
El individualismo se alimenta en la inmediatez, en lo instantáneo. El egoísmo de las masas está asentado en el facilismo, en lo sencillo, en la vertiginosidad, en donde no hay que pensar en profundidad sino rápido y en superficie, esto es lo que es valorado.
Entre el mundo real y las pantallas, se enmarcan las luces y sombras de la virtualidad.
Esta última se transformó en lo cotidiano, para el trabajar, estudiar, comunicarse o entretenerse. Hoy más que nunca la disyuntiva es entre tener o no tener. El que tiene algo puede, el que no tiene acentúa la marginalidad al quedar excluido del intercambio. La virtualidad vino para quedarse y nos tendremos que acostumbrar a esta nueva forma de comunicación.
Hablando de conexión, se conectaron el mundo e inframundo que habitamos y habitábamos y el inframundo que surgió ya se quedó.
Llegó masivamente, de pronto, inesperadamente, y bienvenida sea aún con los efectos nocivos que pueda tener.
¿Qué nos brinda todo este mundo digital?
Poder trabajar, hacer las compras de alimentos y cualquier otra cosa, salir virtualmente, viajar por cualquier lugar y país, navegar por los museos, conectarnos por Zoom o Meet con nuestros seres queridos y con extraños; bajar libros, asistir a conciertos, obras de teatro, ver películas y series, no sólo por la televisión tradicional, sino por nuevas plataformas, que ofrecen Netflix, Amazon Prime, Apple TV, streamings de todo tipo y por supuesto hoy más que nunca con todo lo que la IA y el Chat GPT ensanchó.
Es innegable que prefiero el mundo real a la virtualidad. El libro en papel al kindle, el viajar, aunque proteste por el tiempo perdido en los aeropuertos, el museo en forma presencial, ver un cuadro personalmente, o ir al teatro o cine y escuchar el ruido del pochoclo.
Esos ultramundos artísticos son o eran más lentos, más exclusivos, más costosos, pero también más caros, en el sentido de queridos.
“Que 20 años no es nada” sea sólo una estrofa del tango “Volver” es erróneo. Por lo menos, estos últimos 20 fueron muchísimo más que nada. Es cierto que tiene muchos efectos negativos y perjudiciales, pero asimismo también es lo que nos ayuda y facilita a sobrellevar esta nueva cotidianeidad que sería mucho más difícil y dura si no hubiera surgido esta revolución.
Como decía en otro artículo, La incredibilidad cotidiana, “la crueldad se ha instalado sobre la solidaridad y la empatía con el otro, el goce narcisista sobre el respeto, la descalificación sobre el diálogo”. El mundo actual es cada vez más Hood Robin.
Igual no renuncio a la esperanza, y con una mirada optimista sigo apostando a los beneficios de la creatividad del ser humano para poder utilizar lo positivo de la “nueva inteligencia”.
Marcos Vul es psicoanalista.
—