La película es chiquita, tierna y melancólica. Se llama The Last Showgirl y fue dirigida por Gia Coppola (38 años, nieta de Francis Ford y sobrina de Sofía, tremendo ADN). Pero la frutilla del postre es el gran protagónico de Pamela Anderson (sí, la bomba sexy de Baywatch y Playboy sin bótox ni hilos de oro en la cara), lo que le otorga un encanto especial.
El filme cuenta la historia de Shelly, bailarina de un legendario cuerpo de coristas de Las Vegas al que le ha dedicado la vida, tanto que, a cambio de seguir entre concheros, tocados de plumas falsas y corpiños de strass, resignó la crianza de su hija, que creció con otra familia.
Ese mundo que defiende con orgullo se le empieza a derrumbar cuando le avisan que la compañía cierra para siempre. Los tiempos cambiaron, el público pide otro tipo de atracciones y Shelly, a los 57 años, se encuentra forzada al retiro. Ya nadie quiere lo que ella vende. Lo que parecía eterno se termina.
A veces no nos damos cuenta, pero somos lo que hacemos. Nuestro trabajo nos define: se vuelve más que una responsabilidad, un sueldo, el lugar al que asistimos con regularidad y el eje que organiza nuestros días. Es nuestra credencial de pertenencia a un ámbito. Y abandonarlo es como un salto al vacío.
Pamela Anderson encarna a una corista de 57 años. Foto: AP
Recuerdo la jubilación de mi padre. Después de cuarenta años en una fábrica automotriz importante, lo apuraron al retiro. Empezaban los noventa y el fin de siglo prometía tecnologías y modernidades para las que, quizás, ya no estaba preparado. Al fin de cuentas era un señor con apenas el primario completo, un veterano de los obreros del primer peronismo. El tiempo libre se le vino encima como un tsunami. Intentó seguir en otra empresa, pero allí era el nuevo y es difícil ser el nuevo a los 65. Luego, probó de remisero, él, que nunca había manejado demasiado bien. Un choque lo volvió a la realidad. Quedó descolocado ante la vida y envejeció de golpe.
No es sólo la edad. Son las novedades que trae el paso del tiempo. El mundo gira demasiado rápido: las destrezas que hoy son fundamentales para que la calesita funcione, mañana quedan obsoletas o son reemplazadas por la Inteligencia Artificial, que encima es más barata. Las planillas de Excel nunca pierden.
Cuando estoy a pocos meses de llegar al precipicio al que se asomó mi padre, del otro lado todo es niebla. Me pregunto si me animaré al salto y, en todo caso, si encontraré una orilla donde aterrizar o me devorará el vacío. Lo pienso mientras veo la película de Pamela Anderson. Ella, como Shelly, primero niega hasta el fastidio que su mundo se vaya a terminar, luego busca un trabajo nuevo en audiciones para jovencitas con menos arrugas y más desenfado, hasta que inexorablemente llega el show de despedida. Con el futuro aun dibujándole un enorme signo de interrogación, saldrá al escenario plena de brillos y con una sonrisa cristalina. Porque si hay un último baile, tendrá que ser así.
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