El cuento de la literatura

Miguel Gaya

Les voy a contar un cuento: Había una vez, en un lejano país, un joven pastor de cabras. Cierta mañana, bajo una mata, encontró una lámpara de aceite. Sin reparar en lo extraño del hallazgo y sin necesidad evidente, la frotó con la manga. De inmediato surgió el consabido genio que le propuso los no menos consabidos tres deseos. El joven se sentó sobre una piedra, meditó largamente, pidió los deseos, le fueron concedidos y vivió muchos años provechosos y felices.

Nadie quiere escuchar eso. No nos sentamos en ronda, frente a un fuego, para que nos hipnoticen con el “había una vez, en un lejano país” y después nos digan que lo mejor es ser un tipo juicioso. Eso lo sabemos, queremos soñar otra cosa. Queremos hadas, enanos, castillos y dragones. Pero sobre todo, queremos escuchar infortunios, golpes de suerte, maremotos y muertes truculentas. Si al final todo sale bien, pues muy bien. Pero lo que nos gusta es la zozobra, el no saber qué pasará después. La vida misma, vamos.

Pero nuestra vida no sabe de dragones ni princesas. Al menos, la mayoría evitamos las tormentas marinas, combatir por nuestra vida, o sufrir desengaños amorosos que nos desgarren las entrañas. ¿Por qué las escuchamos con fruición, por qué las buscamos en los libros?

Hay algunos que dicen que nos gusta la ficción porque cuenta historias ajenas, y las leemos como quien vive vicariamente sus aventuras, pero a salvo de sus consecuencias, que cerramos el libro y ya estamos en la seguridad de nuestros hogares. Puede ser, pero parece un poco pobre la idea. No leemos para sentirnos a salvo, sino para lo contrario, para perdernos en la lectura. Cualquier lector lo sabe. Hay otros que dicen que leemos para aprender, para que nuestro mundo se ensanche. Si se trata de un tratado de geografía, puede ser. Si es una novela la que elegimos, no parece ser el caso. Sabemos que el escritor nos va a contar cosas que nunca existieron. Leemos con el pacto de verdad en suspenso, pero renovando el de la credulidad. No solo creemos lo que leemos, sino que además lo vivimos.

Y hay algo más. No leemos para ser mejores, más justos o sabios. Si percibimos que el libro intenta convencernos de algo, demostrar una verdad o mandarnos un mensaje de virtud, lo cerramos con fastidio. No leemos para que nos sermoneen, por más buenas que sean las intenciones. Aunque estemos de acuerdo con lo que nos dicen, cualquiera sea la virtud que propongan, no leemos para dar ni tener razón.

Tal vez la ficción solo sea un modo de compartir sueños. Los sueños, nos han dicho, miran la vigilia sin sus filtros racionales. Cuando miramos el mundo durante el día, no podemos parar de ordenarlo. Cuando dormimos, el mundo se nos ofrece sin explicación alguna, terror y maravilla incluidos. Tal vez la fascinación de la literatura tenga que ver con plasmar en historias nuestros sueños, en los que podemos vivir sabiendo, al mismo tiempo, que los sueños, sueños son.


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