A diferencia del tratado-manifiesto-cuadro de situación de Retromanía (2011), su libro anterior, estamos ante una antología personal alrededor de un tema, que arranca en 1988. Futuromanía podría leerse como el balance que hace un crítico de música popular a sus 61 años, con 40 de carrera, ante un mundo donde el analógico papel ha sido reemplazado por la digital pantalla. Tras confesarse entrenado en un “clima modernista” del siglo XX, en el imaginario de la Ciencia Ficción y el vanguardismo pop de contraculturas diversas (post-punk, raves), Simon Reynolds repasa ahora en qué quedó aquella “retórica de la profecía” (señalar el futuro de la música en un ejemplo presente, o incluso pasado). Digamos, la idea que se militaba hace algunas décadas al publicar una reseña sobre un disco, una banda o un concierto. Esa militancia hoy se radicaliza, porque implica competir con la supuesta eficacia de un algoritmo. Pero ¿cómo aludir a un “mañana mejor” ante las nuevas generaciones, en vista de la catástrofe climática? El buen futuro es algo que en 2024 sólo pueden promover villanos de Marvel, o algún tecnócrata al estilo de Elon Musk.
En este sentido, perteneciendo al mismo gremio que el autor, no es difícil para mí identificarme con el lado más nostálgico del libro. Así como con su comprobación de que muchas veces los críticos, puestos en visionarios, literalmente “la vimos” (modestia aparte). Empecemos por el final, por la reivindicación del periodismo-faro orientado a la música. Es tiempo de balances.
Álbum “sampladélico”
Recuerdo que a comienzos de los ‘90 se me dio por fetichizar el sampler. Yo era un veinteañero confiado en que, a fines del siglo XX, ese instrumento digital –que no implicaba muchísimo más gasto que armar el equipamiento de una banda– encarnaría una herramienta de democratización del collage y el ready made para el pop.
El collage: un principio de construcción que 80 años antes había sido inaugurado por la elite más avant garde de la alta cultura. Sampling mediante, se popularizaban métodos propios de la Música Concreta, al mismo tiempo que ésto le permitía al rock citar momentos de su historia, descubriendo “inconscientes auditivos”, aventurándose a lo inaudito, en vez de clonar géneros vintage en plan “retromaníaco”.
Por aquellos años, aquí los Ratones Paranoicos parecían los más fundamentalistas del rock ’n’ roll: no sólo conseguían grabar en la mítica Memphis; también dieron con Andrew Loog Oldham, el productor histórico de los Rolling Stones.
Para mí, el modelo ‘90 de músico (bueno, de no-músico) era Daniel Melero. Llegué a escribir que quienes se resignaban a clonar pastiches del rock and roll retrocedían hasta el latín del pop. A diferencia de las músicas que abrazaban el montaje y la electrónica, que articulaban un esperanto y una esperanza contra el conservadurismo y el estancamiento tradicionalista.
Acá 1992 había arrancado con “Colores Santos” de Cerati-Melero y terminaba con “Dynamo” de Soda Stereo, dos álbumes “sampladélicos” que aterrizaban como aliens, mientras la reciente economía del 1 a 1 nos empujaba a consumir compact discs.
Por supuesto, las elegidas para ese renacer post-hiperinflación fueron las canciones más ATP, “nacionales” y “humanizadas”, contenidas en El amor después del amor de Fito Páez (quien utilizaba beats programados e incluso samples, pero de un modo más disimulado). Y ni hablar de la mitificación y museificación a la que era sometido el rock argentino: todo ese rewind lo concentraban la exitosa película Tango Feroz (1993) y la reunión de “Los Beatles argentinos”, o sea, Serú Girán.
Al final de la década, incluso las bandas que se oponían a esa tecnología, que calificaban de “inhumana, tecnocrática, fría (etc)”, acabaron por adoptar el sampler como instrumento. Los Redonditos de Ricota –némesis de Soda– aplicaron loops al estilo de “Dynamo” a partir de “Luzbelito” (1996), llegando a titular su primer álbum del siglo XXI, “Momo Sampler”. El imaginario siempre fue cyborg, mitad demasiado humano mitad “post-humano”: piensen en lo que era el dínamo de una bicicleta (inspiración de Cerati en 1992), o en el nombre “Máquina de sangre” con que Los Piojos bautizaron su disco más “tecno”. No se los voy a negar: sentía que mi vaticinio para el rock se había cumplido.
Dicho esto, vayamos al dark side ahora, al lado oscuro… En este siglo, las cosas cambiaron muchísimo. Conforme se fue digitalizando nuestra vida cotidiana, el smartphone se ha convertido en prótesis necesaria de la mano. Nunca habíamos sido tan cyborgs. Entre aquellos gestos dadá que inauguraron Marcel Duchamp y Max Ernst hace 100 años, a la actual domesticación de la función “cut & paste” (vivimos haciendo montajes de imágenes y textos), hoy el sampler hace de eslabón perdido. No hay software que no lo “cite”, lo simplifique o lo perfeccione.
Naturalizada esta vida digital y virtual (sobre todo, después de la pandemia), ya no resultaría tan complicado como en 1992 señalar la música electrónica como vanguardia. Es lo que hay. En 2024, del mismo modo que a las niñas y niños actuales les cuesta adoptar la caligrafía, acostumbrados como están al tipeo, es más engorroso para un techie ponerse a armar una banda analógica con guitarra-bajo-batería. Bizarrap es el epítome de esto: el ideal de compositor con software opuesto al multiinstrumentista tipo Pedro Aznar.
De hecho, el gran callejón de los traperos argentinos es cómo seguir cuando ya hicieron plata, pero no son reconocidos como músicos. El éxito del show con sesionistas de Ca7riel y Paco Amoroso, en el programa Tiny Desk de la radio estatal estadounidense (NPR), marca un síntoma en esta dirección.
Atrapados en el presente
Efectivamente, como señala Reynolds, el mecanismo del algoritmo mató al ídolo de la crítica. Pero así como existen los excepcionales coleccionistas de vinilos, están los lectores de reseñas. El fiel consumidor de Spotify, YouTube y apps puede devenir un hámster que rueda en la jaula de su gusto y su género favorito, conforme acepta lo que las plataformas le van sugiriendo a continuación.
Al mismo tiempo, el exceso de accesibilidad y disponibilidad de músicas (ya no hace falta salir a conseguir un disco) puede volver al curioso un ecléctico sin criterio ni rumbo, a quien “todo le da igual”. Como escribe Reynolds en Futuromanía, “no es seguro que se pueda hacer un buen uso de todo ese flujo de información”. Y aquí es donde deberíamos detenernos un poco.
La cuestión de cómo componer música popular en este siglo problematiza no tanto al pasado o al futuro como al presente. Es recomendable leer el nuevo ensayo del estadounidense Grafton Tanner, Porsiemprismo (Caja Negra, 2024). Su subtítulo es “Cuando nada termina nunca”, pero podría ser “Presentemanía”. Cuando algo del pasado no desaparece, no asume su ausencia, es imposible que se imponga algún duelo, alguna melancolía.
Hoy casi toda la música está disponible fuera de su espacio y de su tiempo, en una virtualidad de archivo, en un hiper-presente. Las músicas conviven en una constelación reticular, más que ordenadas lineal e históricamente. Es por eso que el diagnóstico de estos tiempos recae en la angustia que provoca la “falta de falta”. Tanta disponibilidad desactiva la fuerza del deseo. Para samplear en 1996, DJ Shadow salía en plan aventurero a recorrer disquerías de vinilos usados por ahí, a fin de dar con ese momento musical que nadie había oído antes.
Por estos días, el productor Metro Boomin’ logró viralizar un tema –”BBL Drizzy”, tras samplear una canción que un comediante había compuesto con inteligencia artificial. Incluso Drake rapeó encima de esa base y todo. Todo se puede tornar demasiado promiscuo no saliendo de la web. Uno de los álbumes más sorprendentes de este año, Ultimate Love Songs Collection de DORIS, consiste en 50 brevísimas piezas, rústicos sampleos de temas ajenos sobre los cuales el joven rapero dice sus cosas. Es el síndrome TDAH –trastorno de déficit de atención e hiperactividad– traducido a sonidos.
Lo más original del pop actual se compone y se descompone, al borde del palimpsesto emocional. Se trata de músicas que lidian con esa angustia que provoca la sobreabundancia de data flotante, lo cual reflejan en superposiciones o rapsodias, además de tematizarla en sus letras: Yatta, Lucy Bedroque, 100 Gecs, Arca, L´Rain, Yaeji, Yeule, Jockstrap, Kaitlin Aurelia Smith, Lisha G, e incluso se insinúa en lo mejor del trap nacional, como Milo J, Ysy A y, sobre todo, en el caos digital de Swaggerboyz, cuyo álbum lleva el significativo título “Murió la música”…
Total, que componer música forma parte de una actividad más general: de procesar información, más que de combinar notas, acordes, ritmos. Se trata de encontrar patterns, los patrones propios dentro del ruido que hacen todos los demás juntos. El ideal del silencio como hoja en blanco para la expresión personal, se reduce a un mito romántico. Finalmente, la música también fue datificada. La supervivencia consiste en volver a orientarse, dibujando mapas en ese apelmazado caos de opciones. Casi una tarea como la que Walter Benjamin le adjudicaba al carácter destructivo: hacer espacio. ¿No serían los críticos-faros más necesarios hoy que nunca?
En su artículo sobre Daft Punk, Reynolds perfila a su hijo Kieran Press-Reynolds como un nativo digital, cuyos genes curiosos heredó para aplicarlos a una cultura muy diferente de la que experimentó su padre. Kieran es un periodista que se especializa en descubrir o trazar tendencias en las redes, cosas como el #CoreCore que revela en informes efímeros (lo trendy vuela como la moda misma), luego de navegar las cloacas del shitposting. Está cumpliendo con la propuesta del antiposmodernista Fredric Jameson a quien tanto cita su padre: hay que armar cartografías cognitivas.
Kieran es un internauta que trata de darle espesor de signo a la información que selecciona. Ni astronauta ni arqueólogo, él es un turista de aventura, pero limitado al cabotaje de la web. La función de la crítica musical (cultural), en términos de Simon y Kieran Reynolds, padre e hijo, consistiría en hackear el hiperpresente, burlar (y burlarse de) los algoritmos y las IA –que saben responder rápido pero siempre repitiendo el pasado–, es decir, desbrozar el camino. A ver si reaparece una idea de futuro mejor.
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