Diplomacia de cumbres: entre el ritualismo y la realidad

Ricardo Arredondo

Cuando los líderes de la OTAN se reunieron la semana pasada en La Haya, quedó en evidencia una vez más que la diplomacia contemporánea se ha transformado en un sofisticado arte escénico. Las cumbres internacionales ya no son solamente espacios de deliberación y acuerdos, sino coreografías cuidadosamente diseñadas para proyectar poder, ocultar disensos y responder, muchas veces, más al teatro de la opinión pública que a la eficacia de la política exterior.

En la actualidad, estas reuniones se han vuelto tanto más necesarias como más tensas. En La Haya, se repitió el libreto que ha venido caracterizando la diplomacia multilateral de alto nivel desde 2016: declaraciones conjuntas plagadas de compromisos vagos, como nuevas promesas de “compartir la carga” financiera de la defensa común; evasiones sobre temas cruciales -como el incierto camino de Ucrania hacia la membresía de la OTAN-; y un murmullo de disidencias apenas disimuladas, en este caso sobre el futuro de la autonomía estratégica europea.

Esta forma de diplomacia, centrada en cumbres periódicas, refleja una paradoja: mientras los foros multilaterales tratan de adaptarse a un mundo más fragmentado y competitivo, también se aferran al ritualismo y a la forma para sostener la ilusión de cohesión. Las cumbres permiten exhibir unidad, incluso cuando no la hay; sirven para enviar señales al público interno, aunque no se tomen decisiones de fondo; y, sobre todo, funcionan como escenarios donde cada jefe de Estado puede interpretar su papel frente a una audiencia global.

Sin embargo, no todo es espectáculo. Las cumbres siguen siendo relevantes porque facilitan contactos personales al más alto nivel, reducen la incertidumbre entre aliados y permiten negociar directamente asuntos que quedarían empantanados en la burocracia diplomática. Aun así, su eficacia está cada vez más condicionada por factores ajenos a la agenda oficial: la política doméstica de los líderes presentes, la presión de los medios o el cálculo electoral.

La reunión de la OTAN también refleja otra tensión de fondo: la disputa sobre quién marca el rumbo estratégico de Occidente. Mientras algunos miembros, como Francia o Alemania, insisten en avanzar hacia una mayor autonomía europea en defensa y seguridad, otros, especialmente los del este europeo, siguen apostando por una OTAN fuerte liderada por Estados Unidos. En ese contexto, las cumbres se convierten en campos de batalla simbólicos, donde se disputa no sólo el contenido de las políticas comunes, sino también su narrativa.

En suma, la diplomacia de cumbres se mueve entre la necesidad y el artificio. Es, a la vez, una herramienta insustituible en tiempos de incertidumbre y un ritual que muchas veces enmascara la falta de decisiones concretas. Como toda coreografía, puede ser bella y precisa, pero también vacía si pierde el contacto con la realidad. La pregunta es si los líderes reunidos en torno a estas mesas redondas están dispuestos a bailar al ritmo de los desafíos globales o si seguirán girando en círculos al compás de sus propios intereses.

Ricardo Arredondo es Doctor en Derecho. Profesor de Estudios Internacionales (Simon Fraser University, Vancouver)


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