
A Sclavo, que lo pinta
Soy periodista desde los trece años y desde muy temprano, con respecto a esa edad, empecé a tratar con argentinos (y con uruguayos). Ya he contado aquí que el primero que tocó a la puerta de mi curiosidad fue Edmundo A. Esedín del Ródano, que llegó a mi pueblo, el Puerto de la Cruz, en Tenerife, como un enviado del mundo.
Nadie sabía allí de dónde salió aquel políglota que en seguida se hizo famoso en la plaza y en cualquiera de los sitios adonde fuera. Hasta que llegó a ser un isleño de verdad que a mi, en particular, me puso a leer a Borges y a muchos de los grandes de la literatura que parecían antepasados suyos o sus amigos.
Fue una suerte para mi vida. Aquella pasión argentina me dio algunas fortunas muy pronto, cuando llegué a Amsterdam, con mi amigo Carlos A. Schwartz, entonces arquitecto y ahora también fotógrafo de escritores, y nos encontramos, como del aire, a Julio Cortázar. Éste me dio una entrevista peripatética, luego me dio otra, entristecida, en Madrid, y finalmente terminé siendo, en Alfaguara, el que empezó a editar el tesoro mayor de su obra, los cuentos completos.
La verdad es que, por decirlo así, todo lo debo a la varita mágica de Edmundo, cuya familia sigue siendo ahora, en Tenerife, parte de mi mejor memoria. Una vez quedé con un hermano suyo en Buenos Aires, pero se extravió el encuentro y a cambio me ocurrió una cosa que es bien sabrosa para mi memoria de argentino sin serlo.
Resulta que mientras esperaba al hermano de Edmundo en un hotel español de Buenos Aires recibí una llamada de Joan Manuel Serrat, que estaba en el mismo hotel y que es como si fuera argentino desde los años en que España no era grata para los que no le cantaran o alagaran o celebraran al Caudillo.
Serrat estaba allí, como tantas veces, pero en esa ocasión el azar argentino lo puso a mi lado. Igual que, por las mismas fechas, ocurrió algo extraordinario, propiciado por Ernesto Sabato. Éste había viajado meses antes a Madrid. Él era, ya se sabe, un hombre metido hacia dentro, propenso a una seriedad que no era siempre dolorosa, pero que a veces lo sumía en un mutismo que aún hoy me parece escuchar, pues sus suspiros solían ser reflejo de lo que le urgía por dentro.
Tenía también, como es natural, momentos de gran alegría, y yo tuve la oportunidad de ayudarle a tener tres o cuatro de esos instantes que podíamos llamar de euforia. Una de esas veces me pidió entradas para el fútbol, y se las propicié; luego él quería conocer a Jorge Valdano, que es uno de los argentinos que más quiero, y admiro, y Jorge llegó solícito al encuentro, como si de pronto sólo tuviera que hacer en la vida (con lo ocupado que está) un viaje en pos de un poeta.
El poeta, Sabato, que escribía prosa pero que a veces parecía un poeta de la era del surrealismo francés, aguardaba la llegada de Valdano como un muchacho que quisiera reencontrarse con un ídolo de la infancia. Al acercarse Valdano, Sabato, que estaba sentado en una de las butacas del hotel, se levantó como si estuviera soportado por su resorte y se dirigió al famoso exfutbolista.
Antes de darle un abrazo o la mano se golpeó a sí mismo la barriga y urgió a Valdano a golpearle con fuerza su estómago de veterano. El ex futbolista de Las Parejas cumplió aquel deseo y Sabato se sintió satisfecho de que el ahora importante escritor tomara en cuenta la forma física que lo adornaba.
Aquel viaje de Sabato, y aquel encuentro, tuvo que ver después con la gran alegría que él mismo me regaló con sigilo y con eficacia. Resulta que durante aquel viaje que era a veces entristecido y a ratos eufórico (por el fútbol, por los encuentros, por las compañías) Sabato tuvo la ocurrencia de almorzar en Casa Lucio, que es donde durante un tiempo he llevado a los amigos (sobre todo argentinos) que pasan por Madrid… Él quería a toda costa almorzar allí.
Era difícil un almuerzo, porque yo debía viajar a esas horas a Galicia, pero la contumacia del autor de Sobre héroes y tumbas consiguió adelantar la hora y exactamente al mediodía se presentó con su cara dolorida, ausente, como triste, a un almuerzo que yo me empeñé en hacer cantado.
Como él sabía de mis pasiones por el folklore argentino me pidió que le cantara lo que fuera de Eduardo Falú, y eso hice: cantar, cantar, cantar, mientras durara la espera de un viaje que debía apocopar en medio de cualquiera de aquellas melodías.
Al cabo de un tiempo regresé a Argentina, y Sabato lo supo, y lo supo también Falú. Así que, en uno de aquellos días en que di en un hotel español con Serrat y con otras de las grandes estrellas de la amistad argentina con las que me he visto a lo largo de los años, apareció Eduardo Falú.
No era una visión, era verdad que aquel hombre, alto y singular, con unas manos que triplicaban las que yo le ofrecía, estaba allí, portando una colección abundante de las músicas que, en otros tiempos, en el Puerto de la Cruz o en la Universidad de La Laguna, yo escuché cantar a los que allí fueran con otros nombres y con otros tonos, entre ellos el muy decaído (entonces) Atahualpa Yupanqui, al que fuimos a recibir el escritor y folklorista Elfidio Alonso y yo al aeropuerto de la isla cuando venía de cantar en Nueva York.
Ahora no nos acordamos, porque el mundo ya sólo tiene olvidos, pero por aquellos años (que en España eran aun de dictadura) al folklorista triste que fue Atahualpa lo persiguieron mis compañeros universitarios (y muchos más) porque fue a regar su música en Nueva York… Un apodo que le regalaron, también en mi pueblo, fue yuyanki… ¿Les suena?
No fue el único hecho que ocurrió como explicación del imán argentino que me ha acercado a tanta gente; por ejemplo, al impar Fontanarrosa, al que vi conducir (me llevaba, con otros) cuando ya solo tenía libre de dolores una mano con la que cuidaba que el trayecto no tuviera sobresaltos…
Conocí a poca gente tan hermosa y tan alegre, y tan grande en la literatura y en la risa. Pero me falta contar, por ejemplo, lo que alguna gente vivió en Madrid con Atahualpa. Iba cada día, silente como aquel Sabato de los golpes en la barriga, al Café Gijón, donde confluían en un tiempo madrileño los exiliados de América del Sur.
Yupanqui aguardaba a que las conversaciones no rompieran su silencio, pero alguien en algún momento decidió contar una historia en virtud de la cual un conocido había caído en las mazmorras de la cárcel, por razones que la justicia consideró graves y punibles. Entonces el viejo rapsoda, asomado a la quilla del bastón, exclamó ante el silencio que solía alimentar sus dicterios: “Eso significa que aquí el que la hace la paga”.
Un día de mis primeros viajes a Madrid fui al cine, a ver una película de Elia Kazan. Cuando me levanté, un hombre grande, inmenso, lo hizo conmigo. A mi lado estaba Atahualpa Yupanqui. No inicié conversación alguna. Años después, cuando ya viajamos del aeropuerto a la universidad, él estaba tan mustio que me pareció que tampoco debía decirle nada.
Ah, aquí no he contado cuando Ricardo Kirschbaum, director de este medio, me regaló todos los discos de José Larralde. Pero ese es otro cantar. Un cantar inolvidable. Como ese sur que me trajo a la vez el azar argentino y la tonada uruguaya.
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